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El peso de la palabra

En apariencia habitamos la era de la imagen pero nos desbordan las palabras. Un tupido bosque de palabras que se entrecruzan en la calle, apasionadas en los labios adolescentes, escépticas en los viejos, saltarinas en los niños, recelosas en los amantes, esperanzadas en los jóvenes, estériles en los falsos, desvalidas en los enfermos y transparentes en los ilusos y en los soñadores. Un universo de palabras que todos los días se despliegan ágiles, apocalípticas, divertidas, insinuantes, multicolores o mestizas en los medios de comunicación.

Están en el corazón de nuestra memoria y basta nombrar unas pocas: ‘madre’, ‘hijo’, ‘amor’, ‘amistad’, para acceder al centro de la emotividad común, a esa zona del ADN sentimental que nos identifica como personas.

La vida es una sucesión de palabras. El alimento con el que ha crecido el niño que fuimos y con el que esperamos doblar la esquina de la vejez. La palabra puede ser también un cobijo, un reto, una promesa, un punto de apoyo, las alas de un ángel doméstico, una herramienta de trabajo…

Un paraíso y también un infierno. Si en vez de conversación se convierte en palabrería; si en lugar de diálogo sincero nos topamos con pura verborrea. Si buscamos una persona elocuente, de sensata locuacidad, y lo que nos sale al paso es un charlatán. Aunque nos pese, son especímenes que se dan también en el bosque de las palabras. Las palabras sirven para que se materialice el universo misterioso y preciso de un poema de Rimbaud o para que un monstruo enloquecido enardezca a las masas y les incite a un holocausto. Para redactar una sentencia de muerte o una carta de amor. Para darnos la vida y para quitárnosla.

La palabra puede adormecernos dulcemente como una nana o dejarnos narcotizados y modorros como una melopea. Puede ser música o alarido. Melodía o grito.

Nunca como ahora ha dispuesto el hombre de más libertad y de más medios para entregarnos su palabra. Aniquilado el mito de la Torre de Babel, cada cual pregona lo que quiere. Por eso me parece imprescindible vacunarse contra la ‘superstición’ moderna de la palabrería, creer que el que más habla es el que más razón tiene. Un síndrome que amenaza a publicistas, vendedores, líderes sociales, políticos y otros prestidigitadores de la cosa pública. No hay que medir el número de palabras que nos llega, la fuerza del caudal, venga de donde venga, sino su densidad, su peso específico, su enjundia.

En la literatura son numerosos los ejemplos que avalan nuestra prevención. Hay mucha más sabiduría e inteligencia, por ejemplo, en unos pocos epigramas de Marcial o en los cuentos de Monterroso que en miles de horas de programas televisivos llenos de estridencias y mal humor.

Sospecho, sin embargo, que la guerra está perdida en el apartado de los llamados programas basura de televisión, donde se apuesta abiertamente por un sentimentalismo de lágrima y gimoteo. Aunque, para ser justos, la fórmula tiene su antigüedad. «No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas». La frase no es de Jorge Javier Vázquez ni de ningún otro doctrino de Berlusconi, la escribió hace varios siglos Lope de Vega.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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