Uno de los ejercicios más saludables para el espíritu en tiempos de incertidumbre es renunciar al vértigo de las prisas y ponerse a mirar, pacientemente, en el interior de cada uno. Pararse a reflexionar, sí, pero sin hacerse trampas en el solitario. «Muchos hombres», dijo Bertrand Russell, «cometen el error de sustituir el conocimiento por la afirmación de que es verdad lo que ellos desean». Si en el ejercicio de introspección me engaño a mí mismo, el culpable y la víctima seré yo. Si ese ejercicio corresponde a una persona obligada a ‘auscultar’ profesionalmente el interior de la sociedad, el culpable será él, pero la víctima será la sociedad entera, la gente de su tiempo.
Es un riesgo –como pájaro de mal agüero– que revolotea sobre la responsabilidad de todos los ciudadanos, no únicamente de los que se dedican, pongamos por caso, al cultivo de la historia, del periodismo o de la política. Porque la visión del mundo, el esbozo de la realidad que perfilamos y reproducimos con nuestros actos, con nuestro trabajo cotidiano o nuestras inquietudes es responsabilidad, antes que de nadie, de nosotros mismos.
La responsabilidad que nos permite formarnos una opinión en asuntos políticos, derivar a una afición deportiva, cultivar el gusto cultural o descubrir por qué nos resultan más apetecibles que otros ciertos frutos de la naturaleza. La responsabilidad que nos permite discernir milimétricamente entre la maldad interesada o la bondad generosa, entre la sombra de la arpía y el fulgor del héroe, entre el buen samaritano o el pérfido defraudador. Conocer lo evidente y también aquello que exige sutileza, matices, finura de espíritu…
En el ejercicio de esa responsabilidad que es al fin la vida, además de jugar limpio y no hacernos trampas conviene que separemos la importancia del mensaje de la importancia del emisor. Porque en ocasiones no son valores equivalentes ni avanzan en paralelo. Cuántas iniciativas públicas emprendidas con la mejor voluntad acaban en fiascos o en lastres contraproducentes. La eficacia no depende únicamente del deseo. Y al contrario: cuántas acciones nacidas de ánimo bastardo el azar de la vida las conduce en volandas hasta el éxito. No es lo habitual, pero ocurre. ¿Un ejemplo? El que apunta Lytton Strachey al reseñar en su libro ‘Retratos en miniatura’ la historia de James Boswell, el gran biógrafo del doctor Samuel Jhonson. Esa obra –a la que Boswell dedicó cincuenta años– ha permitido conocer la figura y la personalidad del famoso polígrafo británico del siglo XVIII y es aplaudida por todos, pero eso no impide el juicio despiadado de Strachey respecto a su autor: «Sería difícil encontrar una refutación más contundente de las lecciones de moralidad barata que la biografía de Boswell. Uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización lo logró una persona que era un vago, un lascivo, un borracho y un esnob».
Sospecho que en el camino de la vida se van mezclando los héroes anónimos, los voluntariosos que nada arreglan, los indecentes como Boswell redimidos por sus obras, los voluntariosos discretos y eficaces, los pícaros, los desalmados, los lúcidos, los emprendedores, los acémilas… El arco iris social. Ojo con no deslumbrarse y con los falsos espejismos. Usemos el microscopio y el telescopio.