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Las barbas de tu vecino

Contaba ayer el periodista John Carlin en ‘El País’ que durante los años que trabajó en un diario serio como ‘The Independent’ compartió una etapa con Kelvin MacKenzie, exdirector de ‘The Sun’ y adalid de la prensa sensacionalista. Según Carlin, a los periodistas con sus títulos de Oxford y Cambridge, MacKenzie los consideraba «unos pijillos» porque «escribíamos artículos impenetrablemente largos (más de diez párrafos parra un tabloide es ‘Guerra y paz’), utilizando palabras y frases de difícil comprensión para las masas» en vez de renunciar a los «matizados argumentos» y ofrecer al gran público lo que la prensa sensacionalista cree imprescindible para tener éxito: «generar polémicas donde no las había e historias escandalosas de famosos y fotos de mujeres con los pechos al descubierto».

El diagnóstico de John Carlin es demoledor. Y sospecho que sus conclusiones aplicables a otros países, salvando las particularidades sociales y culturales de cada lugar.

En España nunca hemos tenido una prensa sensacionalista al estilo de esos tabloides tan populares en Reino Unido o en Alemania. Me parece que lo más aproximado, hace décadas, fue un periódico de sucesos como ‘El Caso’ o aquella incursión en el género, tan efímera, que representó la salida del diario ‘Claro’ unos pocos meses en 1991.

Aquí, donde la fiebre inmobiliaria dispuso de todo el espacio para edificar, en la parcela del sensacionalismo solo construyen algunas revistas rosas y algunos programas de televisión. Con el desembarco de las cadenas privadas y al ritmo de las ‘mamachichos’, brotaron una serie de mixturas que han desembocado en esos ‘programas basura’ de gran audiencia en los que, con la excusa de que se ofrece información, de que trabaja algún periodista o de que se plantean debates, le suministran al espectador, sin anestesia, dosis suficientes de ‘variedades’ para adormecer la conciencia y distraer la atención. Una fórmula rentable, de éxito. Pero ¿de éxito para quién? Esa es la pregunta. Para esas productoras o empresas dispuestas a pagar un pastón que retroalimente al monstruo de las audiencias. Por un comprensible instinto mimético se corre el riesgo de que otras empresas de periodismo serio sufran la tentación de rebajar sus niveles de calidad o de reducir sus controles, es decir, las buenas prácticas que garantizan al lector, al espectador o al oyente que lo que les están ofreciendo es periodismo y no género de contrabando: pura morralla o ejercicios de prestidigitación.

Lógicamente, esa es la responsabilidad y el reto que tienen ante sí los medios de comunicación que aún apuestan por el periodismo de calidad. Pero es una responsabilidad que trasciende el simple ámbito de los medios. No hace falta recordar aquí las palabras tantas veces citadas de Thomas Jefferson: «Si me fuera dado decidir entre un gobierno sin prensa o una prensa sin gobierno, elegiría lo último sin vacilar».

Defender la bandera del periodismo serio –imprescindible para el propio sistema democrático– es una obligación que concierne a todos, que exige acciones decididas y compromiso con el futuro. En el Reino Unido nos lo acaban de recordar.

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Juan Domingo Fernández

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