Contaba Esopo en una de sus fábulas que un labrador y su hijo caminaban con un burro hacia el mercado cuando se cruzaron con un paisano que les dijo: «Sois más burros que el animal, ¿no sabéis que el asno es para que os lleve?» En ese momento, el padre subió al niño al burro y siguieron el camino. Al rebasar a otros labradores que también iban al mercado oyó comentar a sus espaldas: «¡Vaya ejemplo. El hijo hecho un gandul, tan cómodamente, y el padre, medio agotado y caminando!» Al escuchar esas palabras el padre ordenó a su hijo bajar y montó él. Pero no habían recorrido mucho trecho cuando oyeron refunfuñar a dos mujeres con las que se cruzaron: «¡Qué vergüenza, el pobre niño a pie y el patán perezoso montado!» Ese comentario le molestó de verdad y pensó que si el niño se subía al burro, detrás de él, se acabaría la polémica. «A ver si alguien rechista ahora», pensó el labrador mientras se acercaba al mercado. Estaba convencido de que nadie podría criticar la solución. Pero se equivocaba. Uno de los hombres que los vieron llegar murmuró: «Ahí los tienes, hasta que el burro no reviente no se quedarán contentos».
Esta fábula de Esopo, que glosó en su día Irene Vallejo y que figura en su libro ‘El pasado que te espera’ (Anorak ediciones) ilustra muy bien, en opinión de la joven escritora zaragozana, ese principio universal de que hagas lo que hagas, siempre recibirás críticas. Nunca llueve a gusto de todos. Siempre habrá quien encuentre imperfecta esta acción, aquel detalle, la otra propuesta. «Según Séneca», escribe Irene Vallejo, «los hombre ladran a su prójimo como los perros cuando ven pasar a un extraño. Mejor no tener el oído muy fino. Pero si un día oyes algo, recuerda bien esto: hagas lo que hagas te criticarán, esforzarse por dar gusto a todos es tiempo perdido».
Ese es el sentido de la fábula. De aplicación en todos los campos de la actividad humana pero quizás de una manera más relevante en el de la política. Digamos que la experiencia de un político se acabará midiendo por su capacidad para convivir con la ‘frustración’ del reproche permanente. Al contrario que el universo de las ciencias exactas, que se rige por leyes precisas, objetivas, que se pueden sistematizar y traducir a lenguaje matemático, en el planeta de la política prima el ‘compadreo’ de la subjetividad, del juicio interesado, de la observación y el análisis militantes. Por desgracia, cada vez es más habitual percibir el honorable sustantivo ‘política’ devaluado por el adjetivo ‘partidista’.
No se trata de mentalizar a nuestros representantes públicos de que, se pongan como se pongan, les va a pillar el toro. Lo saben de sobra. Ocurre desde la época de Esopo y probablemente desde mucho antes, desde los tiempos en que a Eva le aburría el menú del paraíso. Se trata de no renunciar a la voluntad de perfección, al trabajo bien hecho y responsable que conlleva la gestión pública. La inusitada capacidad de las redes sociales para que los políticos sean jaleados por sus palmeros, no puede convertirse en el estupefaciente, en la excusa que les impida reparar en lo esencial: la política como el bien común.