Hace muchos años un grupo de exploradores europeos sometió a los miembros de una tribu africana a un experimento : proyectarles el documental de una boda regia en Europa. En la película se veían carrozas tiradas por caballos, palacios, escenas de baile y un universo de lujo, brillo y color. Los exploradores querían saber qué impresión causaba entre los indígenas de la selva aquella sucesión de imágenes. Al finalizar la proyección les interrogan, expectantes y ansiosos, pero todos callan, menos el jefe de la tribu, que se atreve a hablar: «La gallina», les contesta, «eso es lo que más nos ha gustado». ¿La gallina?, se preguntan atónitos los exploradores. ¿Qué gallina? Visionan de nuevo la película y descubren que mientras avanza la carroza real escoltada por vistosos jinetes, tras la multitud que se agolpa y ovaciona a los recién casados, se percibe durante décimas de segundo el vuelo cortísimo de una gallina. En esa imagen tan anecdótica de la gallina fue precisamente en la única que repararon los indígenas.
Este cuento de la gallina (bien conocido en la historia del periodismo español) se reproduce cada vez que la atención pública alimentada por los medios informativos se entretiene con las ‘volandás’ de lo intrascendente, de lo anecdótico, frente a lo esencial. Cada vez que la tribu repara y se distrae con el vuelo de una mosca, aunque esa mosca pese como un elefante de Botsuana.
Como en la genial película ‘Amanece, que no es poco’, de José Luis Cuerda, a más de uno le han dado ganas de exclamar lo de aquel personaje: «¡Alcalde: todos somos contingentes, pero tú eres necesario!», solo que pensando en el Rey.
Es verdad que no parece muy estético eso de marcharse a matar elefantes –aunque sea invitado por un amigo– cuando la edad y las condiciones físicas no lo aconsejan. Pero de ahí a lanzarse públicamente contra él dándole escobazos como si fuera el muñeco del tren de la bruja hay un abismo. El país tiene problemas y retos mucho más urgentes y sobre todo mucho más trascendentes que la metedura de pata del Rey marchándose a una cacería que no le acarrea buena imagen ni a él, ni a la corona, ni al país. Pero Dios te lo da y Dios te lo quita, le han bastado once palabras para disculparse y desvelar no que el emperador estaba desnudo, sino que en realidad se estaba organizando una tormenta en un vaso de agua.
De los errores se aprende. Es lo positivo. La sociedad también aprende con estos episodios a desenmascarar a tanto tartufo, a tanto fanático de lo políticamente correcto, a tanto entusiasta del ‘meapilismo’ laico enseñando sus colmillitos y dando dentelladas a una presa que creían abatida…
Después de lo de Botsuana no creo que nadie piense en concederle al Rey el premio de cazador del año, pero tratar de convertirlo por esa decisión tan poco estética y discutible en un guiñapo, en una caricatura de sí mismo y de lo que ha representando hasta ahora para España, sería intentar subsanar un error leve cometiendo un estropicio. No seré yo quien defienda al Rey (bien se vale el solito) pero recuerdo al resto de la tribu que en la película que proyectan salen más cosas que la gallina.