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Los cerditos y el lobo

Cuando yo era niño escuché muchas historias de las penurias que habían ensombrecido la larga postguerra y el ‘año del hambre’ en aquella Extremadura que empezaba a olvidarse del arado romano y la lentitud de los bueyes. Relatos de vecinas que llamaban, envueltas en la noche y el sigilo, a la puerta de alguna casa caritativa donde sabía que le podrían ofrecer algo de aceite, pan y un trozo de queso con que matar aquel día el hambre de su prole.
Historias como las de esas familias que sobrevivían recogiendo cardillos y romazas. O las de aquellos niños que dejaban la escuela (a donde llegaba el queso y la leche americana) para ponerse a trabajar y echar una mano en casa. Gente que afrontó las adversidades de un tiempo difícil, que transitó el amargo camino de la emigración y que nunca perdió, sin embargo, la sonrisa ni la esperanza.
Relatos que los niños escuchábamos con  cierta aprensión y quizás sin conocer muy bien el significado profundo porque en la patria de la niñez suele reinar la alegría del juego, de la amistad y no las congojas que oscurecen y gravan de responsabilidad a los mayores.
Al igual que los turistas y los viajeros se sorprenden ahora de cómo se muestran felices, desprendidos, los niños de países pobres del Tercer Mundo, supongo que cuando yo era niño ocurría algo parecido, de manera que solo la mirada consciente de la edad nos hace recapacitar, ‘reinterpretar’ en blanco y negro, en tonos sepia, aquella realidad que vivimos con todos sus colores.
La situación fue cambiando, o por lo menos la percepción que los muchachos teníamos de ella. Hasta el punto de que, alejados de la niñez, aquella insistencia en los ‘mandamientos’ del esfuerzo, del sacrificio, nos empezaba a sonar a batallitas de viejo: «Vosotros no sabéis lo que son necesidades y lo que valen las cosas», nos advertían los adultos una y otra vez, machaconamente, como si temieran que el tiempo y el progreso difuminaran en nuestra memoria el severo pasado de escasez y sacrificios.
El ‘progreso’ acabó arrumbando el discurso de los abuelos y la histórica ley del péndulo funcionó de nuevo para varias generaciones, alimentadas ya por las ubres del estado del bienestar y la bonanza económica. Las historias de penurias y privaciones quedaron reducidas al ámbito del cine y de la literatura, nos parecían tan antiguas como  la Guerra de Cuba, ‘Lo que el viento se llevó’ o las canciones de Antonio Machín.
El caso es que el estado del bienestar se parece a los chamizos del cuento de los tres cerditos y el lobo. Han bastado unos cuantos  soplidos de la fiera para tirar abajo el decorado. Y ahora tratamos de entrar en la casa de ladrillo y piedra del cerdito trabajador, pero no sé si nos va a dar tiempo antes de que nos zampe el lobo de los mercados…
Estoy deseando situarme al otro lado del espejo. Cierro los ojos y me imagino cómo será el día en que nuestros descendientes pidan que no les relatemos las’ batallitas’ de aquella crisis que empezó en 2008 porque es la ‘prehistoria’. Deseo que llegue ese momento y, sobre todo, que la historia a contar no sea de ciencia ficción.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


mayo 2012
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