La renuncia de Benedicto XVI al ministerio papal ha desvelado que en cada español habita además de un seleccionador nacional de fútbol un experto vaticanólogo. Recuerdo el viejo chiste en el que un veterano cardenal de la Curia saludaba a un reciente purpurado preguntándole de manera cómplice: «¿Usted es de los que creen o de los que están en el secreto?» Roma ha sido –incluso mucho antes que Calvino– símbolo de un misterio religioso y espiritual pero a la vez el emblema de un poder humano, eterna y lacerantemente humano. Así se explica que alguien conciba un chiste tan breve (sin ser Augusto Monterroso) que pueda encerrarse en la pregunta: «¿Usted es de los que creen o de los que están en el secreto?». Esas catorce palabras bastan para sugerir de manera desenfadada el descreimiento que se atribuye a muchos príncipes de la iglesia dominados por su condición de humanos pecadores. El mismo Maquiavelo bromeaba con la historia: «Yo quiero ir al infierno y no al cielo. En el primer lugar disfrutaré de la compañía de papas, reyes y príncipes mientras que en el segundo solo encontraré mendigos, monjes y apóstoles». Vivimos otros tiempos y ya no tiene por qué cumplirse aquel dicho tan popular: «Roma veduta, fede perduta», es decir, «Roma vista, fe perdida». Sin embargo, Roma, la Ciudad Santa o mejor, el Vaticano, siguen simbolizando el núcleo central de un poder que trasciende con mucho lo estrictamente espiritual y religioso. De ahí su grandeza y su importancia. Su universalidad. Más allá del atractivo de la elección del futuro Sumo Pontífice, dominada por una liturgia espectacular, majestuosa, y unas figuras o instituciones claves: el cardenal Carmalengo, el ‘cónclave’ en la Capilla Sixtina, la fumata, la expectación… la renuncia de Benedicto XVI abre incógnitas en el universo católico acerca de cuál será la orientación, la sensibilidad que adornará a quien le suceda en el trono de Pedro. Tras la celebración el Miércoles de Ceniza en la que ha sido la última gran ceremonia presidida por Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro, pronunció una homilía donde arremete contra la «hipocresía» y las «rivalidades» en la Iglesia y reclama superar «individualismos y rivalidades» como «un signo valioso para aquellos que son lejanos de la fe o indiferentes», según información facilitada por las agencias. Unas palabras que serán escrutadas y analizadas hasta en el menor detalle precisamente por haberlas pronunciado un hombre de edad avanzada que acaba de sorprender a todos renunciando a la silla de Pedro para alejarse del mundo y vivir los años que le queden dedicado a la lectura y a la oración. Unas palabras que resuenan, cuando se leen o escuchan con atención, igual que los mensajes de espiritualidad intemporal: «Muchos parecen dispuestos a rasgarse las vestiduras frente a los escándalos e injusticias –naturalmente cometidos por otros– pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio corazón, sobre la propia conciencia y las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta».