Aparte de las consabidas chanzas sobre Messi, Maradona y la proverbial fama de rollistas ¿viste? que se atribuye a los latinochés, la verdad es que buena parte del mundo mostró el pasado miércoles a través de los medios de comunicación y de las redes sociales su interés por la elección de un cardenal argentino nacido en 1936 que se ha convertido en el primer papa latinoamericano, en el primer jesuita que llega al pontificado y en el primer sucesor de Pedro que opta por el nombre de un santo, Francisco, símbolo de la pobreza y de la humildad.
Tras conocerse la noticia, en las redes sociales triunfaban dos escuelas de monologuistas. La primera, la de los chistosos que recordaban a la peña la ‘brasa’ que suelen dar los argentinos hablando de psiquiatría, de fútbol y de mujeres. La segunda, la de quienes expresaban su asombro (un poco con tono desganado, con fingida indiferencia) ante el ‘inusitado’ interés que despertaba la elección de un papa entre personas teóricamente alejadas de la condición de creyentes y del ámbito católico.
Ocurre que como es sabido, la elección de Sumo Pontífice no es solo un acontecimiento religioso. El simple nombre de Roma simboliza mucho más que una fe y una tradición. Los orígenes de la Iglesia se remontan veinte siglos atrás y se extienden, para lo bueno y para lo malo, sobre la historia de Europa y de los cinco continentes.
Según explicaba Indro Montanelli al relatar las vicisitudes de Roma tras el emperador Constantino, muchas de las estructuras de poder hasta entonces en manos de los prefectos, ya en declive, las asumían y desempeñaban mejor los obispos, que constituían un poder paralelo al civil más efectivo, organizado y disciplinado que el de la antigua Roma. «La Iglesia era notoriamente», escribe Montanelli, «la heredera designada y natural del Imperio en colapso. Los hebreos le habían dado una ética; Grecia, una filosofía y Roma le estaba dando su lengua, su espíritu práctico y organizador, su liturgia y su jerarquía». Quienes ayer se asombraban por la expectación que despierta en el mundo la elección de un nuevo papa deben tener en cuenta que ese ceremonial lo genera una institución sustentada en los pilares básicos de la historia occidental: el pasado judío, la sabiduría de Grecia y el poder de Roma.
La grandeza litúrgica de estos días en el Vaticano trasciende lo acertado o no de la elección que, por otra parte, ¿quién puede establecerla ahora? Va más allá del ‘argumento’ de la obra, si cabe recurrir a tal analogía. No atrae a las masas por la grandiosidad de la Capilla Sixtina y del propio Vaticano, ni por las resonancias del latín. No atrae por el fulgor de la liturgia; ni por el atractivo misterioso e inquietante de la misión que se le encomienda a un hombre –a un simple mortal– llamado a ser el siervo de los siervos de Dios. No atrae por nada de eso y por todo ello a la vez. La atracción seguirá funcionando, deslumbrando al mundo, en sucesivos cónclaves, a través de los siglos, aunque cambien detalles escenográficos, epidérmicos, funcionales… Es la renovación de una fe y de una institución con larga historia.