Según recordaba el filósofo y profesor José Antonio Marina hace una semana en Cáceres, durante la lección inaugural del encuentro hispano luso sobre la profesión docente que organizó el sindicato ANPE, «el progreso de la sociedad depende de la educación» y en consecuencia uno de los retos principales del colectivo es «demostrar que somos los cuidadores del futuro». Cuánta razón. Y cuánta tarea por delante.
En la inauguración de las jornadas, la consejera de Educación, Trinidad Nogales, reforzó el valor de la tarea docente citando la famosa carta que Albert Camus escribió a su maestro de primaria, el señor Germain, después de haberle dedicado el discurso del Premio Nobel durante la ceremonia de entrega en Estocolmo. «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido». Esas palabras de Camus resumen a la perfección, precisamente, las tres aportaciones que según explicaba José Antonio Marina, debe proporcionar la escuela al alumno: la satisfacción del aprendizaje, el reconocimiento social y la sensación de que se progresa.
El propio Marina contaba al hilo del libro ‘Mal de escuela’, de Daniel Pennac –que él presentó en Madrid– la necesidad del buen maestro de preocuparse no tanto por los listos o los que destacan en el aula, sino por «los zopencos», de modo que habiendo rescatado a uno solo del fracaso a que le destinaba la vida ya podría proclamar con orgullo el lema que, en su opinión, debe inspirar la tarea docente: ‘Hice lo que pude’.
Entre la cita de Camus y los argumentos –salpicados de anécdotas– de José Antonio Marina acerca de la enseñanza y del aprendizaje, me vino a la memoria la figura del maestro que me enseñó a leer. El recuerdo de una pequeña aula con pupitres gastados, sin calefacción, donde las palabras del maestro nos llegaban revestidas de veneración, credibilidad y respeto. Mi maestro se llamaba don Manuel Belvís y le recuerdo en aquella vieja escuela de Ibahernando situada junto a la torre del reloj, con muchachos como torbellinos saliendo disparados en el recreo para jugar al clavo y a los bolindres en mitad de la calle, entonces sin pavimentar. Siempre le estaré agradecido por el esfuerzo silencioso de haberme regalado el don de la lectura. Un regalo que se recibe muchas veces con naturalidad, casi con indiferencia, hasta que nos detenemos un minuto a reflexionar acerca de su importancia y trascendencia. Como sostenía Álvaro Valverde esta misma semana en la presentación del libro ‘Maestros de las letras’: «…para alguien que ama la lectura y los libros, ¿cabe un milagro más humilde, al tiempo que sorprendente, que el de enseñar a un niño a leer y a escribir? Sólo con eso…». Cuánta razón.
Enseñar y aprender. Convertir la información en sabiduría. Hasta Albert Einstein lo dejó dicho: «El arte más importante del maestro es provocar la alegría en la acción creadora y el conocimiento».