RECUERDO que la primera vez que viajé a París, al poco de la muerte de Franco, no pude disfrutar de la entonces legendaria gastronomía del restaurante Maxim’s por ser el día de su descanso semanal. «¡Cuándo volvería a tener ocasión de compartir las mesas y la atmósfera en las que habían disfrutado las mayores celebridades del mundo!», me lamentaba en silencio al comprobar que estaba la puerta cerrada. Yo viajaba invitado por un amigo periodista mexicano, director entonces del diario ‘El Universal’, Luis Javier Solana, que se encontraba en París precisamente de regreso de Moscú, a donde había ido para entrevistar nada menos que al líder máximo de la URSS, Leónidas Brezniev.
Alojados en el Hotel Jorge V («¡cuándo regresaré!», pienso ahora), reconozco que las interioridades de la charla que Solana había mantenido con Brezniev y de las que nos hablaba a Juan Fernández Figueroa y a mí me interesaban menos que otros aspectos sorprendentes del París de mitad de los años setenta. Yo era entonces un joven que no sólo traspasaba los Pirinéos por primera vez sino que viajaba a una ciudad y a una sociedad que habitaban otra época, que residían en el futuro.
Además de los lugares de visita turística obligada: el Museo del Louvre, Notre Dame, la Torre Eiffel, Montmartre… una noche acudimos a un espectáculo de teatro-cabaret en un sala del Barrio Latino que se presentaba con un título prometedor e inquietante: ‘Una cópula a 20 centímetros de su cabeza’. Recuerdo que había una cola enorme para entrar y entre quienes esperaban pacientemente, muchos latinoamericanos. Alguno de ellos bromeaba incluso con el título tan provocador del espectáculo. «No crean», les decía a sus amigos «que todos estos que están en la cola son espectadores, en realidad son notarios que vienen a dar fe que se cumple eso de la cópula a 20 centímetros».
El montaje no dejaba de ser una serie de ejercicios gimnásticos con un par de parejas, todos semidesnudos, evolucionando sobre una red que cubría –como si se tratara de una bóveda móvil– el techo de la sala. Al igual que otros espectáculos eróticos tradicionales, un montaje para sugerir más que para mostrar. A pesar de ello y de lo morigerado que nos parecería ahora en comparación con cualquier programa de telebasura, a mí aquellas ‘evoluciones’ con una red a 20 centímetros de la cabeza de los espectadores se me antojaban impensables para una España que empezaba a desperezarse del franquismo…
Después de aquel viaje he vuelto unas cuantas veces a París, que es una ciudad –como Lisboa– cuyas calles, que diría Borges, no me canso de fatigar. Siempre he descubierto algo atractivo y envidiable, pero nunca he sentido aquel deslumbramiento de mi primera visita en los años setenta, cuando la distancia social y cultural que nos separaban de París era tan grande.
Es lo bueno que tiene el progreso. Los platillos de la balanza se igualan. Y si pienso en algunos problemas o en ciertos nombres: matrimonio homosexual, radicalismo islámico, Dominique Strauss Kahn, incluso me parece que el saldo nos es favorable.