LA primera vez que viajé a Madrid, siendo un niño, hubo tres cosas que me llamaron la atención especialmente: el Museo del Prado, la gran velocidad a que circulaban los vehículos por el Paseo de la Castellana y la ‘mala educación’ de toda aquella gente que se cruzaba en la escalera o en el portal de casa y ni siquiera se saludaban con un «buenos días» o un «hasta luego».
Hace pocos días, en una de esas poblaciones andaluzas que conservan aún la atmósfera y la calidez del pueblo sencillo, caminaba yo por una calle solitaria y peatonal cuando vi que se aproximaba un hombre que avanzaba en dirección contraria. Al cruzarnos, el hombre me sorprendió con un «con Dios» al que respondí de inmediato y cordialmente pero con las décimas de segundo de retraso propias de quien, desprevenido, no espera tal gesto de un extraño en una calle solitaria y en una ciudad que no es la suya. Comportamientos de otras épocas.
En ‘Juan Belmonte, matador de toros’, cuenta Chaves Nogales la anécdota de uno de esos sevillanos para los que no hay nada en el mundo como su Sevilla. Después de mantenerlo a cuerpo de rey en Madrid sin otra ocupación que ver «dónde se vendía buen aguardiente de Cazalla», el sujeto sorprende a sus protectores diciendo que se quiere volver a la Alameda y a la Sevilla de su alma. Aquel hombre, cada vez que veía bajar o subir a un vecino ante el rellano de su casa le saludaba dispuesto a ‘pegar la hebra’, aunque en la mayoría de los casos no obtenía respuesta a sus saludos o la respuesta era un gruñido que maravillaba al sevillano por la «grosería y la adustez de los madrileños». La gota que colmó el vaso y que le empujó definitivamente a tomar la decisión de marcharse fue descubrir que Madrid era un sitio donde se moría el vecino de arriba y el de abajo no se enteraba. «Que yo estaba esta mañana sentado a la puerta de mi cuarto esperando que bajara el vecino para darle los buenos días y, en vez de bajar el vecino por sus pies, han bajado la caja de palo en que se lo llevaban», se lamentaba escandalizado el sevillano. Y ahí paz y luego gloria.
El tema de la deshumanización en las grandes ciudades se extiende también a las medianas y pequeñas, y es muy recurrente. ¿Cuántas veces nos lamentamos de habitar en bloques donde el intercambio con los vecinos se limita a un «hola» y «adiós» cuando coincidimos en el ascensor o en el portal? Incluso en muchos pueblos pequeños ha prendido el modelo de vida más individualizada y menos sociable…
No debe olvidarse, sin embargo, que en español existen múltiples variantes para designar los diversos grados de la amistad: amigo, amigo íntimo, amigo de verdad, amigo superficial, más que amigo, camarada, compañero, compinche, colega, socio, conocido, próximo, arrimado… Más las variantes propias de las redes sociales: «Eres más falso que un amigo de Facebook», como se dice ahora. Yo creo que no hay que confundir la corrección del saludo con la amistad. La pregunta clave en este asunto la formuló Pitágoras hace 2.500 años: «Entre cien que te saludan, ¿habría uno que te prestase ayuda?».