En una divertida reflexión acerca de la influencia de los libros, se planteaba el escritor mexicano Gabriel Zaid que si todo el mundo de habla española había esperado hasta 1966 para traducir al castellano la ‘Fenomenología del espíritu’ «sin que, mientras tanto se haya caído el mundo de habla española por falta de Hegel, y ahora que tenemos la traducción seguimos sin leerla», añadía zumbón, «¿de qué estamos hablando al hablar de la influencia de los libros, ya no digamos en las masas?».
He recordado las palabras de Zaid, escritas en su obra ‘La feria del progreso’ a raíz de la escandalera que se ha formado con el libro de memorias de Belén Esteban que, según fuentes del sector, está ‘tumbando’ en las librerías a obras supuestamente más enjundiosas, como son las de memorias de los expresidentes del gobierno Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Dejarla sola en el ruedo…
Gabriel Zaid, que es un descreído con humor, recordaba que el propio Sócrates no creyó en la importancia de escribir (a mí me parece que una cosa es hablar, o ‘perorar’, como bien intuye Belén Esteban) y otra publicar libros. Y existen autores, como también recuerda Zaid, que sencillamente dejaron de escribir: Rimbaud y Rulfo, por ejemplo
Si atendemos al signo de los tiempos yo no entiendo muy bien por qué sobrevive el prestigio de las obras amplias, densas, concienzudas… ¿O es que estoy equivocado y en realidad esos libros que huyen de las simplificaciones y banalidades hace tiempo que solo cuentan para los manuales académicos y los anaqueles de las buenas bibliotecas? ¿Es que acaso sigue habiendo lectores ávidos de sumergirse en historias que les trasladen –más allá del puro entretenimiento– a universos de reflexiones profundas y liberadoras que sean bálsamo para el espíritu y medicina para el alma?
Desengáñate, me digo en silencio, como única contestación posible. En realidad no asistimos a la apoteosis de lo breve en contraposición a esa ‘literatura profunda’, sino a la apoteosis de la liviandad, de lo frívolo. Cuánto me gustaría que obras maestras de la literatura breve como son los cuentos ‘El dinosaurio’, de Augusto Monterroso, o el menos conocido ‘Epitafio literal’, de Raúl Renán: «Murió al pie de la letra»; o el ensayo más breve del mundo, del propio Gabriel Zaid: «No hay ensayo más breve que un aforismo», tuvieran continuadores que engrandecieran el género a través de soportes tan accesibles como las redes sociales e Internet.
¿Sin embargo, qué es lo que triunfa? Tengo la impresión de que no es el ingenio, sino el chiste fácil; no la inteligencia, sino el interés; no la generosidad, sino la simpleza pedestre; no el esfuerzo, sino la comodidad y la pereza. No asistimos a la apoteosis del aforismo sino a una orgía de chascarrillos, nimiedades e insignificancias que antes se quedaban dentro de los límites de la barra del bar y ahora se multiplican, infinitos, en los muros y perfiles de las redes sociales. No quiero pecar de apocalíptico, pero el panorama es, como diría un antiguo director de este diario, «para mear y no echar gota».