El vino alegra el corazón del hombre, proclama el salmo bíblico, y yo estoy por añadir que alegra el corazón y la vista. (Ojo, ojo, que no pretendo convertir esta rotonda en una columna cardiosaludable para ensalzar el consumo moderado del vino y arremeter contra el abuso del botellón y del calimocho. Dios, Baco y el maestro Joseph Roth me libren).
Ocurre que al repasar las estanterías de los hipermercados, me topo con decenas de botellas que antes de atraerme por la calidad de sus caldos me reclaman, como las sirenas a Ulises, con la vistosidad de sus etiquetas.
Y uno, que no es muy clásico en sus gustos (ni pictóricos ni enológicos) sobrevive a las insinuaciones más o menos tradicionales de estampas paisajistas, pero soy incapaz de resistirme a esas atractivas etiquetas con obras de Chillida y de Saura o a la inspirada contraetiqueta de algún vino catalán en la que el dibujo de un viejo auto renqueante por caminos de montaña y un texto de memoria personal se alían para evocarme más que una bebida, toda una promesa de felicidad.
Debe de ser cosa de la publicidad. O de la iconografía. Educado en una generación donde los muchachos no sólo coleccionábamos cromos, sino cajas de cerillas, por las imágenes, me parece natural que la silueta del muñeco de Michelín sobreviva junto a la del guerrero de los paquetes de Celtas y el jinete de los anuncios de Nitrato de Chile, de Netol, de Vip Vaporub, del Capitán Trueno o de Supermán hasta convertirse en iconos indelebles de la memoria sentimental.
En un tiempo en que aún no estábamos ahítos y empalagados de imágenes, y en el que los papeles de envolver no habían sido conquistados para los anuncios, los ‘iconos’ publicitarios tenían un valor casi sagrado.
El mismo valor que concedo a la etiqueta de este vino, ahora ‘mi magdalena de Proust’, y cuya marca no desvelaré… para no hacer publicidad.