Cuando yo era niño anhelaba siempre dos momentos gozosos: la hora en que abrían la biblioteca pública (todos los domingos, después de misa) y las incursiones iniciáticas a la leñera buscando entre sus ramas horquillas para hacer tirachinas o ‘tirantillos’, que es como los denominábamos los muchachos por entonces. Durante los veranos el anuncio de la libertad y del tiempo libre lo marcaban las vacaciones del curso escolar y los días inacabables de baños en las charcas o en las ‘pedreras’; las incursiones a las viñas próximas en busca de nidos de ‘alcolorín’ y las escapadas furtivas de las siesta para construir aviones de cañaheja o sofocarse bajo el sol de agosto buscando melones y sandías en cercados ajenos…
En aquella biblioteca pública –apenas un pequeño habitáculo en la planta baja del Ayuntamiento– no sólo me familiaricé con las historias de ‘El Jabato’, ‘El Capitán Trueno’ o ‘Hazañas Bélicas’, sino que dejé volar mi imaginación con la colección de libros de la editorial Bruguera de 250 ilustraciones: ‘Miguel Strogoff’, ‘Los viajes de Gulliver’, ‘Robinson Crusoe’, ‘La isla del Tesoro’…
Aquellas incursiones a la biblioteca pública se complementaban a veces con el deleite que suponía repasar, una y otra vez, los tomos de una vieja Historia de España que nutrían la pequeña biblioteca de mi abuelo materno, de mi abuelo Juan Domingo. Recuerdo el asombro fascinante que me causaban las ilustraciones de las primeras páginas, donde destacaban las imágenes de los honderos mallorquines, capaces de derrotar con sus técnicas de guerrilla a ejércitos muy bien pertrechados. Todavía sigo identificando esos instantes como unos de los grandes paraísos de la infancia. Tesoros de lectura con los tomos de aquella enciclopedia desplegados sobre la gran mesa camilla cubierta de hule y mi abuelo sentado al lado mientras yo me demoraba bajo su mirada complaciente en cada ilustración, en cada pie de foto, en cada detalle y repasaba con deleite las aventuras de unos personajes que a mí me parecían héroes eternos.
Nunca faltaban libros. Y desde entonces la literatura ha sido para mí el símbolo de la libertad. La literatura como evasión y también como enseñanza, como itinerario de aprendizaje. Siento que Borges expresa una sensación compartida por mucha gente cuando dice: «Me gusta tanto la lectura que mis recuerdos más antiguos son menos de cosas vividas que de cosas leídas. Así, uno de los primeros recuerdos de mi autobigrafía sería la historia del genio a quien el pescador encierra en la vasija de cobre; y otro el cofre que un viejo marinero lleva a una posada y en el que descubren el mapa de la isla del Tesoro». Ahora me parece que no faltan libros. O que faltan, a pesar de la crisis, menos que antes. Hasta los medios de información ofrecen regularmente listados con recomendaciones y sugerencias para leer en vacaciones. ¿Pero siguen percibiéndose los libros como una puerta a la libertad, como una de las entradas al paraíso? Ahí dejo la pregunta, por si a alguien le interesa reflexionar acerca del tema… antes de abandonar la lectura y encender la televisión.