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Edimburgo en la mirada

Edimburgo, la capital de Escocia, es una de las ciudades europeas más bellas. En su centro histórico los guías de turismo se entusiasman con historias de rivalidad en las que Inglaterra y sus reyes encarnan, invariablemente, a los malvados del cuento. La verdad, sin embargo, es que Edimburgo está salpicada de estatuas de personajes y de enclaves que trascienden con mucho ese pasado de afrentas. Quienes recorren la Royal Mile y alrededores podrán disfrutar con recreaciones de episodios truculentos en pasadizos (los famosos ‘closes’), casas embrujadas, cementerios o edificios cubiertos de años y horrores, pero satisfecha esa parcela de anécdotas –incluida la de Bobby, el perrillo que permaneció casi 15 años junto a la tumba de su dueño– lo cierto es que en Edimburgo los turistas se fotografían también junto al monumento a sir Walter Scott, al lado de las estatuas de Adam Smith y de Sherlock Holmes, o delante de la cafetería, ya reformada, donde J.K. Rowling se refugiaba para escribir las primeras aventuras de Harry Potter. Una ciudad en la que pueden rastrearse los ecos de Robert Louis Stevenson, de Arthur Conan Doyle, de Irvine Welsh, el exitoso autor de ‘Trainspotting’ o participar cada verano en las animadísimas y sugerentes sesiones de su Festival Internacional de Teatro, una de las citas culturales de primer nivel en Europa.
Es verdad que Escocia no son únicamente Edimburgo y su Parlamento; sería absurdo monopolizar en una ciudad de medio millón escaso de habitantes la complejidad de un territorio habitado por más de cinco millones de personas, que era el censo de Escocia en 2011. A pesar de ello, yo creo que Edimburgo es la metáfora de una convivencia superadora de mitos y de cortedad de miras. El ejemplo de una ciudad que ha convivido sin mayores problemas o inconvenientes con algunos de los símbolos principales de lo ‘british’ e incluso los ha encarnado. Quiero decir que ese pasado de humillaciones y episodios horrendos acaso lo percibe el turista necesitado de anécdotas que le amenicen la visita, pero ni mucho menos el habitante de una ciudad o de un viejo territorio que lleva más de tres siglos formando parte de una cultura, de unos valores y de un estilo de vida por voluntad propia y con todos sus derechos. Otra cosa son la economía y también la política, mi buen Yorick.
Si lo principal en el referéndum de ayer en Escocia es la economía, por lo primero que hay que preguntarse no es por los verdaderos intereses de los escoceses, sino por los planes, por las previsiones de quienes han pisado el acelerador político de la ruptura para ‘exacerbar’ el sentimiento independentista. ¿Por qué ahora? ¿Quién sale ganando con la jugada? Esa es la pregunta. ¿Le salen las cuentas al conglomerado financiero-político que tendría que gestionar de inmediato una victoria del ‘sí’? ¿Y en tal caso, le salen esas cuentas también al ciudadano de la calle? Si el objetivo del pulso con Londres era conquistar mejoras en el autogobierno, está claro que esta batalla, sea cual sea el resultado del referéndum, la han ganado los partidarios de la ruptura. Otra cosa es ganar la guerra. O simplemente, ganar.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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