Durante muchos meses yo visité a un familiar ingresado en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid (entonces conocido popularmente como ‘El Piramidón’) y leí la frase del genial científico español que corona el vestíbulo principal: «Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». Me encanta la idea. Memoricé esa frase igual que se memorizan los versos en la adolescencia o esos lemas y pintadas que sin saber bien por qué se resisten a escurrirse por el sumidero del olvido. Durante mucho tiempo encontré también en la estación de Metro que debía tomar para acudir a la Facultad de Periodismo la pintada que sigue: «¡Libertad para mi padre, 40 años en una fábrica!», y debajo, solo la clásica A mayúscula rodeada de un círculo con que firmaban sus pintadas por entonces los entusiastas de la acracia, el personal anarquista.
Mientras la pintada del Metro era únicamente una pirueta reivindicativa e irónica, propia de aquella España que empezaba a desperezarse de la larga dictadura y se adentraba por la transición política a la democracia, la frase de don Santiago Ramón y Cajal me parecía entonces y me sigue pareciendo ahora un mantra de valor permanente, una verdad no perecedera.
«Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». ¿Qué mejor invitación a superarse de forma constante? ¿Qué mejor remedio contra el derrotismo? ¿Qué mejor consejo para afrontar por uno mismo el envidiable trabajo de formarse y cultivar las parcelas de saber? Esas trece palabras me parecen luz contra la sombra de la pereza, contra el desánimo y los desafíos de la vida cotidiana. Recordarlas probablemente no sirve para transportarnos de manera automática a un mundo mejor, pero sí para balizarnos el camino y hacernos menos ignorantes.
En la sociedad de ‘cultura mosaico’ que nos ha tocado vivir, donde nos ‘bombardean’ a diario miles de mensajes en miles de soportes y plataformas –desde el universo de los medios de comunicación de masas hasta el universo de la publicidad, pasando por el ‘aleph’ de las redes sociales–, a mí me gustaría toparme más a menudo con frases como la de Ramón y Cajal. Juicios que equivalen a una rosa en el desierto.
Si estuviera en mi mano exigiría que en los futuros edificios públicos se colocase en lugar destacado la frase de algún autor relevante en vez de la consabida plaquita de la autoridad encargada de su inauguración. Para esos, bien servidos irían con la cortinilla y la foto propagandística. Porque a la posteridad le sientan mucho mejor los pensamientos lúcidos que las placas protocolarias. Mejor patrocinar la sabiduría que la vanidad o los oropeles. Entre otras cosas porque la frase del sabio le pertenece a él, mientras que en las placas oficiales suele registrarse el nombre de los responsables políticos a pesar de que quienes sufragan las obras no son ellos sino nosotros, los contribuyentes. Así que a partir de ahora, mejor ir acopiando antologías de reflexiones dignas del mármol antes que las agendas de altos cargos y su previsión de inauguraciones.