El paso del lenguaje hablado al escrito representó para el hombre miles de años y cambios complejos en la estructura y en los circuitos del cerebro. Una conquista inseparable del progreso de la especie y cuyos resultados se traducen en glorias como las obras de Shakespeare y de Cervantes o en productos tan banales como la telebasura.
Quizás no haya lugar al derrotismo excesivo y creer como Nexus 6 que «…todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia», pero la ciencia advierte que abandonar el hábito de escribir a mano en favor del teclado tiene consecuencias negativas en nuestro cerebro, que no sigue los mismos procesos cognitivos ni hace que se activen las mismas áreas cerebrales cuando escribimos a mano o recurrimos a la frialdad del teclado. Según los especialistas, la escritura a mano resulta muy importante en la etapa infantil no solo para complementar el desarrollo del lenguaje, sino porque favorece el aprendizaje: unos apuntes manuscritos se recuerdan con más detalle aunque a la hora de escribirlos nos cueste más tiempo que si hubiéramos recurrido al teclado. O mejor, precisamente por eso. Por ser manuscritos.
Además de constatar la intuición popular de que lo escrito queda, yo creo que estas investigaciones contribuyen a reivindicar –y no por pura nostalgia– el valor de los textos escritos a mano. ¿Alguien compararía las cartas que se intercambian dos amantes con una colección de correos electrónicos o una serie de watsap?
Basta pensar en los cuadros ‘Joven leyendo una carta’ y ‘Mujer de azul leyendo una carta’, ambos de Veermer, para percatarse de cuánta sensibilidad y belleza nos transmite la simple contemplación de quien lee un texto manuscrito y se emociona… La foto del soldado en la trinchera que escribe a lápiz durante la Primera Guerra Mundial es por sí misma una historia conmovedora. Tan ilustrativa como aquellas tarjetas postales que jalonaban los primeros viajes de vacaciones lejos de casa o las interminables y desorbitadas historias que se contaban a los amigos, con pelos y señales, durante los meses de mili; cuando había que hacer la mili…
Pienso en cuántos libros sobreviven al escrutinio de las bibliotecas por el hecho determinante de que guardan una dedicatoria y la firma del autor.
¿Se imaginan que algún día acabara de verdad el hábito de la escritura a mano y en las ferias del libro los escritores se acompañaran de una impresora para teclear mecánicamente sus dedicatorias y ganar tiempo?
En España era habitual regalarles a los niños que hacían la Primera Comunión una pluma o un bolígrafo. No sé si se conserva la costumbre o en el apartado de regalos ahora priman objetos más propios de la sociedad digital: cámaras, teléfonos móviles, tabletas… Recuerdo que durante años conservé una pequeña estilográfica con la que enseguida me puse a escribir historias donde recreaba un universo de aventuras. Las ficciones infantiles.
A pesar de todo lo dicho, confieso que esta columna la he escrito en el ordenador, pero prometo que la siguiente la escribiré antes a mano.