Ambas historias suceden en dos pueblos
próximos a Trujillo durante una época en que aún quedaban carreteras sin
asfaltar, la emigración era la vía de escape para muchas penurias y la
taberna ?además de foro y lugar de
encuentro? otra puerta de salida.
La mujer está harta de que su marido se
vaya todas las tardes a la cantina y regrese, tambaleante, a las tantas de la
madrugada. «A éste le tengo que dar yo un escarmiento…» musita a diario, como
quien reza. Mucho dar, mucho dar; pero no se atreve. Hasta que, harta y airada,
una noche decide atrancar la entrada de la casa: una de esas viejas puertas de
postigo, con las hojas independientes. El marido regresa y lleno de ira, golpea con más genio
que Pedro Picapiedra llamaba a Wilma. Tras los aldabonazos, ella cede y le
abre. Al día siguiente, él se dispone a
irse al bar, pero antes de salir, desmonta el postigo de la puerta y carga con
él como quien se lleva una maleta: «Ahora», se dirige a su mujer, «si quieres,
me cierras la puerta esta noche…».
La historia del otro pueblo también está ligada a una taberna. El marido
alarga las noches, que se pasa jugando al tute, sin hacer siquiera un alto
para ir a cenar. Lleva tiempo así y su mujer le ha recriminado esa conducta por
las buenas y por las malas. «Cualquier día te vas a llevar una sorpresa», le ha
dicho ella con tono más que amenazante. Pero él no se lo toma muy en serio y,
tras alguna tregua improvisada, siempre acaba volviendo a las andadas, como si
le hubieran amarrado, sin horario, a la mesa del tute.
Una noche se cumple la amenaza. La mujer,
que ha entrado en el bar como una aparición, se sitúa a la espalda de su marido
y con un golpe seco deposita una fiambrera de aluminio en la mesa: «Ahí tienes
la cena», le dijo. Y surtió el mismo efecto que si le hubieran cantado las
cuarenta.