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Por el gaznate

Los muchachos le escoltábamos por las
calles, alejados unos metros como un cortejo de granujas tras un rey
desarrapado y sin dientes o como se sigue a una presa de caza que puede
revolverse y lanzar un zarpazo. Desconocíamos su nombre de pila porque bastaba
su apodo: Bocajarro.

Era de un pueblo vecino y recorría todos
los de la comarca como pedigüeño. A veces llamaba a las casas y no necesitaba
decir nada, las gentes de bien regresaban al rato con un poco de pan, con
aceite, con alguna moneda… Él articulaba un sonido gutural, de agradecimiento,
y embuchaba la limosna en la alforja; si era pan, siempre besaba el mendrugo
antes de guardárselo. Bocajarro y el pan formaban una pareja indisoluble, como
la cuerda y la peonza o como los bolindres y el gua. La ‘habilidad’ de
Bocajarro, -acaso por la que le pusieron el mote-, era atrapar al vuelo los
trozos de pan que le arrojaban los muchachos: sí, exactamente igual que esos
perrillos que dan un salto y se levantan del suelo medio metro buscando lo que
les lanza su amo.

Puede parecer extraño, pero aquella
escena, ahora tan ‘políticamente incorrecta’, no constituía ningún trauma para
Bocajarro, satisfecho al cabo de su ‘habilidad’, ni un exceso para los
muchachos, que veíamos en aquel gesto una simple diversión, como la pirueta del
que sabía darse la vuelta del carnero o imitar el canto de la abubilla. Y bien
pensado, qué inocente me resulta ahora la mendicidad de Bocajarro frente a otro
tipo de ‘mendicidad’ social y estéticamente más reprobable: la de esos que
echan la cabeza hacia atrás, ponen el gaznate en punto muerto y se embuchan en
la andorga todo lo que les cae del cielo. Sin pegar un palo al agua. A esos
‘bocajarros’ contemporáneos, gualdrapas y arribistas, les debían exigir cuando
menos que hicieran el pino con las orejas. Para empezar.

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Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


abril 2007
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