Además de la correspondencia comercial y administrativa que suele amontonarse en el buzón, a veces recibo cartas manuscritas que me regalan el regocijo de las sorpresas placenteras. Es cierto que fagocitadas por la galaxia digital las viejas felicitaciones navideñas, las tarjetas de visita y los domésticos ‘pos-it’, hasta el casillero postal solo llegan ya escritos a mano los sobres de las invitaciones de boda, y no todos… Estos días me he impuesto precisamente la tarea de responder, con tinta y buena letra, algunas cartas de personas entrañables recibidas por correo ordinario.
Los muchachos que cortaban y coleccionaban los sellos de las cartas son ya tan ‘anacrónicos’ como las máquinas de escribir, el brasero de picón o los balcones de palo. Sin embargo, hasta no hace mucho, en las casas además del álbum de fotos familiar solían guardarse cajas con manojos de cartas que atesoraban mil y una historias.
Por eso durante décadas el cartero ha sido en España una figura relevante no solo en los pueblos sino en las ciudades grandes o pequeñas, pues al cabo nadie vive en toda la ciudad sino en un barrio o en un distrito concretos. En mi niñez, Paco el Cartero, con su caminar apresurado y su cartera de cuero en bandolera constituye una figura casi tan familiar como Paquito el tractorista, Juan Pino el herrero o ‘Tío Joaquín Quince Libras’ el carpintero. Recuerdo que después, en casa de mis padres, ya en Cáceres, el cartero que nos traía el correo era una persona cultivada que ‘presumía’ de leer la revista ‘Índice’: aquella publicación dirigida por el extremeño Juan Fernández Figueroa durante un cuarto de siglo que abrió una ventana a la libertad y a la cultura del exilio a fuerza de pelearse, incansable, con la censura. Por eso, conociendo el vínculo familiar de mi padre con el director de la revista siempre que nos llevaba a casa el número correspondiente de ‘Índice’ se permitía algún guiño cómplice o algún comentario elogioso acerca de su contenido.
Los procesadores de textos, los correos electrónicos, los ‘wasap’, las redes sociales… están condenando a los textos manuscritos y al correo postal a la irrelevancia. Sin embargo, cada vez descubro más anuncios comerciales de plumas estilográficas, bolígrafos y cuadernos ‘moleskine’ en todo tipo de soportes. Por algo será. Si quienes manejan los algoritmos del mercado insisten tan machaconamente en publicitar instrumentos que son el paradigma de la escritura a mano: las plumas, los bolis, los cuadernos de papel… debe de ser que no todo está perdido. Conozco a un compañero periodista que no solo guarda la copia en papel de todo lo que publica, sino incluso los textos manuscritos que le sirvieron de borrador; eso sí, compuestos y rotulados con primor de pendolista profesional. Lo escrito queda, debe pensar, y si es con buena caligrafía, mejor todavía.
«No sé por qué no iba a haber una máquina que escribiese cartas de amor: ¿Acaso no son todas iguales?», bromeaba Bernard Shaw. Imagino que la respuesta a esa pregunta son los escritos que algunos se empeñan en guardar como el soldado aquella bala que le hirió, pero no acabó con su vida.