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Escenas de calle

Paseo por Cáceres. Me detengo frente al escaparate de una librería y veo que se acerca el viejo profesor Marcelino Cardalliaguet. Como sé de su pasión por la historia, le digo de bromas que cuando me paro a mirar libros tras el cristal, me acuerdo de Canalejas, aquel presidente del Gobierno al que descerrajaron tres tiros delante de una librería de la Puerta del Sol, en Madrid. Enseguida trae a colación Cardalliaguet otros magnicidios famosos: el de Cánovas en un balneario de Mondragón, en Guipúzcoa; el de Dato, en la Plaza de la Independencia, en Madrid, o el del general Prim, tras el atentado sufrido en la calle del Turco. «En fin», le comento zumbón, «con estos antecedentes no sé si en nuestro país resulta más peligroso ser presidente del Gobierno o pararse en el escaparate de las librerías».

En la calle Pintores me encuentro con Jesús ‘Chuchi’ Domínguez, durante años director del IES Alagón de Coria y antiguo compañero de estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres. Me habla de la preocupación que embarga a su padre por la gran mortandad de abejas y la posible relación con el frecuente uso de plaguicidas en el campo, en las medianas de las autovías y en las cunetas de las carreteras. Jesús Domínguez es amigo personal de Rafael Sánchez Ferlosio y quien guarda, precisamente, las llaves del antiguo palacio de Alba que la familia del autor de ‘Alfanhuí’ posee en Coria. Me comenta que esta semana ha hablado con él y no le ha encontrado muy optimista: «Ya no sé ni escribir, me ha dicho». ¿Y se interesa por el palacio?, le pregunto a Chuchi. «La última vez que vino a su casa, en Coria, ni me preguntó. En otra ocasión anterior, lo único que me dijo fue: «¿Todavía no se ha quemado?». La realidad es que el fuego no amenaza al viejo edificio, pero los años lo van deteriorando de forma silenciosa, implacable, con una determinación fatal.

Sin salir de Cáceres, yo voy muchas mañanas al Cauria, ese café bar situado en una de las esquinas más transitadas de mi ciudad, y en cuyos dominios, desde hace años, patronea Jose tras la barra. Allí puede ilustrarse uno, mientras desayuna, con la lectura del HOY y de algunos diarios de ámbito nacional. En España, como es sabido, los perennes foros públicos son los bares.

­–«Hola Jose, ponme un café», dice un cliente que acaba de entrar.

–«No me llames Jose, dime señor, porque Jose puede llamarse cualquiera, pero somos muy pocos a los que nos pueden llamar señor». Saltan las carcajadas.

Yo creo que el bar es donde la elocuencia y la humanidad le ganan la partida a las redes sociales. La espontaneidad vence al anonimato. Lo que se dice, a la cara. Y que cada palo aguante su vela. Aunque quizás el auténtico valor de estos ‘templos de la palabra’ radica en que contribuyen, antes que a la crispación de la España oficial, al desenfado de la calle; a ponerle una pizca de color a la vida y a ver la botella medio llena.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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