Cuando yo era niño y el invierno un
regalo de carámbanos en las fuentes y en los charcos, no había más dios ni más
reyes que los del portal de Belén y los Magos de Oriente. La luz de las
vacaciones, del tiempo libre, iluminaba nuestros juegos en la calle, por las
plazas, dispuestos a disfrutar chamuscando al guarro en la matanza o poniendo
cepos al amanecer para cazar aguanieves. Aún llevábamos pantalones cortos, las
rodillas llenas de rasguños y las manos rojas, a pesar de los guantes de lana.
Los abrigos nos parecían un engorro, pero en los bolsillos encontrábamos sitio
para guardar la peonza, el clavo (¿alguien juega todavía al clavo?) y los
bolindres de barro y de ‘china’: las piezas más cotizadas en el gua de la
niñez.
La primera bicicleta -compartida, por
supuesto- se convirtió enseguida en un bien comunal, lo mismo que los patines,
los balones ‘de reglamento’ y el campamento de Fort Apache.
La calle era nuestro territorio sagrado y
el escenario de los juegos. La casa era para los juegos reunidos y las
historias que escuchábamos embobados a los mayores, al calor de la lumbre;
cuando todavía se hablaba y se conversaba en familia.
?Cada vez escribes con más nostalgia,
-dice mi hijo, que acaba de llegar y ha echado un vistazo a mi ordenador.
?Quizás es que me estoy haciendo mayor, o
que es verdad que están cambiando los tiempos -le contesto.
?Mi generación -responde como si anunciara una teoría
incuestionable- es la última que ha
jugado en la calle y a la vez juega en casa. Para mí también cambian los
tiempos.
Estoy
decidido. Añado peticiones a la lista de los Reyes Magos: otra Play, un nuevo
MP3, crear otro ‘blog’, abrir una cuenta de ‘facebook’, más juegos para la Wii y ver cómo se forma otra
vez el carámbano en las fuentes.