LA vergüenza ajena resulta a veces un sentimiento más vivo que el calendario de un preso, más visible que el enamoramiento de un adolescente y más justificado que el derrotismo de los perdedores. Como decía Monterroso de los enanos, que tienen un sexto sentido que los hace ‘reconocerse’ a primera vista, los tímidos tenemos un detector especial para percibir las situaciones de vergüenza ajena. Y no hay manera de desactivarlo. En el Museo de Orsay de París se expone un cuadro, ‘El origen del mundo’, pintado por Courbet en 1866 y oculto al público durante más de un siglo. Refleja con gran realismo el pubis de una mujer que descansa, con sus piernas separadas, sobre una sábana blanca. Yo pensaba que ante ese cuadro me iba a dominar el desasosiego de la vergüenza ajena. Pero reconozco que no fue así. Los comentarios de quienes reparaban en aquella visión tan escandalosa en el siglo XIX y en buena parte del siglo XX derivaban ahora por la vía del humor y de la picardía casi inocente. La vergüenza ajena se apoderó de mí en otro museo, el del Louvre, y ante una obra muy conocida: la Gioconda de Leonardo. Aquellas «bandadas de turistas», –que diría Eco– desfilando durante unos pocos segundos delante de Monna Lisa sin reparar en el resto de las obras maestras me pareció estéticamente pornográfica: mucho más escandalosa que el atrevido cuadro de Courbet. El pasado fin de semana en Peniche, la bella ciudad portuguesa, el amigo-guía nos advirtió: «Si entras en un bar y los hay que hablan dando voces, no lo dudes, esos son españoles». Nunca falla. Ha sido la última vez que he sentido vergüenza ajena.