Los inicios de la carrera de Barnum, el hombre que utilizó por primera vez la palabra “circo” para designar el conocido espectáculo de funambulistas, payasos y animales y que lo convirtió en el magnate de dicho género escénico, nos sirven para reflexionar acerca del final del mismo.
Una vez prohibida la exhibición de leones y demás animales, inundadas las pistas de Patrullas Caninas, Bobs Esponjas y Spidermans de goma y considerados los tradicionales payasos como perversos monstruos de Stephen King, el Circo puede darse por enterrado. Ese circo que era el mejor espectáculo al que podíamos aspirar en las ferias de nuestra infancia, olor al serrín de la pista y manzanas de caramelo, está en vías de extinción.
Me dirán que el Circo del Sol llena allá donde va, pero eso es otra cosa. Es un sofisticado espectáculo de música, luces y diseño, aunque con los mejores artistas en sus respectivas disciplinas y concebido más para mayores que para niños. El Circo de toda la vida tenía un talante un tanto casposo, marginal, de remiendos cubiertos de parches y cicatrices tapadas con maquillaje barato.
En el cine, el mundo del circo constituía un género en sí mismo. Desde el Zampanó de “La Strada” y los clowns de Fellini a “El mayor espectáculo del mundo”, de Cecil B. de Mille, pasando por “El gran Circo”, en la que Gilbert Roland cruzaba las cataratas del Niágara sobre un cable o “Trapecio”, triángulo amoroso entre Gina Lollobrígida, Burt Lancaster y Tony Curtis, sin olvidar a “Dumbo”, había una serie de elementos imprescindibles en la trama: la rivalidad amorosa, la lucha contra la competencia y una catástrofe, ya fuera accidente de tren o incendio.
En “El fabuloso mundo del circo”, el productor Samuel Bronston nos díó dos catástrofes por el precio de una: el barco que naufragaba en el puerto de Barcelona y un incendio en la carpa.
En “El gran showman”, como no podía ser por menos, también hay un incendio, aunque lo que mantiene la película no sean los números circenses, que prácticamente no hay, sino los musicales. La gracia de este “biopic” reside fundamentalmente en dichos números, con coreografía y canciones muy conseguidas. Lo demás es fácilmente olvidable, ya que la típica moraleja del “self made man” no casa con la personalidad real del personaje histórico, que aquí se nos presenta como un buenazo, amante de la familia y dispuesto a conseguir sus objetivos con un improbable (para su época) discurso de integración de los “freaks” (la mujer barbuda, los siameses, etc) en la sociedad normal. Nada que ver con los auténticos “freaks” de Tod Browning o con la surrealista visión de series como “Carnivale” o “American Horror Story”
Hugh Jackman canta, baila y triunfa en los negocios , pero no tengo muy claro a quien va destinado este musical de Broadway , que aquí en España fue llevado al escenario sin mucho éxito bajo la producción de Emilio Aragón, si al público familiar o a los nostálgicos. Yo hubiera preferido que la película empezara cuando termina, con el número con elefantes.