No me caía bien Lady Gaga. No me gustaba que una cantante tuviera que camuflarse con disfraces extravagantes y no conociéramos sus auténticas facciones, ni siquiera sus intenciones estilísticas. Me parecía una Madonna pasada de rosca y, aún reconociendo sus innegables dotes musicales, no me gustaba su repertorio. Además tenía una canción en la que repetía “Alejandro, Alejandro…” y la gente me la cantaba para hacer la gracia, con gran mosqueo por mi parte. Pero poco a poco mi percepción fue cambiando. Primero con el dueto que hizo con Tony Bennet interpretando el tema inmortalizado por Sinatra “The lady is a tramp”. Empecé pensar que allí había algo más que un producto de marketing, que estábamos ante una auténtica cantante. Luego fue su pequeño pero jugoso papel en la serie “American Horror History”, en la temporada que transcurría en un demoníaco hotel. Y ahora prácticamente bate a Barbra Streissand en su propio campo.
La Streissand hizo otra versión, bastante floja, con Kris Kristoferson, de la historia inmortalizada por Judy Garland y James Mason acerca del nacimiento de una estrella de la canción y el declive paralelo de su mentor y pareja sentimental. En esa ocasión el entorno musical y escénico era el del “hipismo” edulcorado.
Ambientada en la actualidad, la brillante y técnicamente cuidada lista de canciones de esta nueva “Ha nacido una estrella” comienza con un potente concierto de country rock, estilo del que el personaje interpretado por Bradley Cooper es un ídolo y culmina con una triste balada interpretada por la protagonista, “I’ll never love again” (no confundir con un título parecido de Burt Bacharach), en la que demuestra su amplitud de escalas vocales y que debería ser el Oscar a la mejor canción en los próximos premios.
Llama mucho la atención la firmeza, el buen gusto y el ritmo marcados por el actor y director Bradley Cooper en los primeros dos tercios de la película. La lástima es que luego se le va el asunto de las manos perdiendo estilo y resultando reiterativo, de tal manera que sobran al menos veinte minutos de metraje.
Pero nada de eso importa si a cambio tenemos un auténtico recital interpretativo, y no sólo en el virtuosismo musical de Lady Gaga que, desde la primera canción, una versión de “La vie en rose” cantada en un club de “drag queens”, hasta la última balada, va sufriendo una trasformación física, vocal y de personalidad sólo equiparable a la de las grandes estrellas del “music hall” que pasaron al cine.
Esto no funcionaría de no ser por la autenticidad en la caracterización del personaje, por los arreglos de los temas musicales, por la ingeniería de sonido y por la química con el coprotagonista. En resumen, una película que podría haber caído en la mermeladina más absoluta y que, pese a la citada y desganada parte final, nos deja con eso que los catadores de vinos llaman “retrogusto”.