El primer Blade Runner lo vimos en el cine Menacho de Badajoz, a principios de los ochenta, cuando instalaron un excelente sonido Dolby. Para los amigos de entonces se convirtió en una de las películas de culto de nuestras vidas. Volvimos a releer a Philip K. Dick, a rebuscar el cómic de Moebius en la revista “Metal Hurlant” y a plantearnos la posibilidad de que Vangelis, con cuyos “Carros de fuego” nos había hartado hasta la saciedad, fuera un gran músico de cine, cosa que luego no ocurrió.
Con estos antecedentes – el recuerdo como pasado sentimental, a veces falso y que es uno de los temas de la película- , fui a ver esta nueva aproximación con bastante desgana. Ridley Scott ya me había decepcionado con sus precuelas de “Alien” y Denis Villeneuve en su último título, “La llegada”, no estaba a la altura de su anterior y brillante filmografía; pero no hay nada más bonito que equivocarse con estas intuiciones, cosa que pocas veces ocurre, habida cuenta de la cantidad de cine que uno lleva visto.
“Blade Runner 2049” me ha enganchado a la butaca, pese a sus dos horas y media de duración, sin sentirla ni como una secuela, ni como un encargo, sino como cine de autor y de calidad. Los que no hayan visto el mítico título anterior, muchísima gente por cierto, no entenderán nada, mientras que los que lo hemos disfrutado en sus diversos montajes participamos de algo distinto pero que nos resulta familiar.
La película de Villeneuve es algo más que una secuela, aunque aparezcan personajes y subtramas de la primera, incluyendo al policía interpretado por Edward James Olmos, el que hacía figuras de origami, a Harrison Ford y a Rachel. Sin embargo se distancia del original en muchos aspectos. De entrada una dirección artística en la que el Art Déco y la fotografía tipo “film noir” han sido sustituidos por un minimalismo operístico casi zen y unos ambientes escénicos mucho más diversos, como si de una megalómana exposición de escultura contemporánea se tratase. Los efectos especiales, en una película en la que no hay mucha acción, se centran en el tratamiento de realidades virtuales y hologramas que suplen en el lado sentimental a las replicantes femeninas de la anterior. Todo en ese apartado se nos muestra como innovador y vanguardista, contado con un “tempo” lento que se recrea en los planos generales y en los distintos tipos de iluminación. Hay unas secuencias en un postapocalíptico casino de Las Vegas, que inmediatamente me hicieron recordar al Kubrick de “El resplandor”. Técnicamente una maravilla.
Pero hay muchas más cosas en las que Villeneuve se desmarca de Scott, como las de contenido literario y filosófico. Aquí no hay monólogos poéticos como aquel famoso del replicante interpretado por Rutger Hauer a punto de morir sobre “todas estas cosas se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”, que parece ser que se lo inventó el propio actor, fuera del guión, bajo el efecto de sustancias psicotrópicas y con gran cabreo por parte de Harrison Ford al que le robó el protagonismo de la crucial escena. Hay buenas frases y mejores propuestas argumentales sobre la veracidad y la fugacidad de los recuerdos, pero las que más me gustan son las reflexiones históricas y distópicas, como la que dice el fabricante de androides: “Todas las civilizaciones se han construido a base de mano de obra desechable”.
Por si fuera poco, Hans Zimmer y el equipo de sonido en general, han construido una banda sonora de efectos y música que perfecciona y evoca a la de Vangelis en su concepto básico , pero en la que no recurre en ningún momento a temas melódicos de la primera película como “Memories of Green” o “Blade Runner Blues”. Esto es mucho más funcional y más ensamblado con el proceso narrativo y escénico.
Una auténtica gozada para amantes, no sólo de la ciencia ficción, sino del buen cine actual y cuyo disfrute exige un poquito de complicidad con aquella película que vimos en el Menacho hace demasiados años. Por cierto, el título de este artículo es un “spoiler”.