Cada vez que estuvo en Badajoz para recibir diversos premios y homenajes y proyectaba un tráiler de sus trabajos, sacaba siempre a relucir la secuencia de “Días contados” (Imanol Uribe, 1994) en la que un mendigo, interpretado por él, abría un coche bomba y salía ardiendo. Le gustaba alardear no de sus mejores efectos, sino de los más peligrosos. Siempre decía que a los buenos diseñadores de efectos especiales les faltaban dedos en las manos. A él no, pero más de una herida de combate tuvo. En nuestra ciudad se le han dado varios premios y reconocimientos, pero el testimonio imperecedero de su vida y trabajo es el libro que publicó el Festival Ibérico de Cine, en la colección del Departamento de Publicaciones de Diputación de Badajoz y escrito por el historiador cinematográfico Josep Lluis i Falcó. Ahora, desgraciadamente, es un buen momento para revisar este riguroso trabajo biográfico basado en largas entrevistas con el más grande de los efectos especiales “a la antigua”. El año de su homenaje en nuestro Festival fue tan importante para él que organizó una gran fiesta en su pueblo, Castilblanco, a la que acudimos Paco Espada y yo. Orquesta, buena comida, dulces caseros y una serie de botellas de buen vino con la etiqueta de su homenaje de la que aún conservo alguna.
No obstante, más que su generosidad y su sencillez, lo que más me impresionó siempre de Reyes, a mí y a cualquier aficionado al western y al cine bélico, era la nave industrial próxima a Madrid donde guardaba un arsenal suficiente como para crear un ucrónico ejército formado por “cowboys” e indios almerienses equipados con Winchesters y Colts, un montón de ametralladoras alemanas e inglesas de la II Guerra Mundial, arcabuces, espadas, lanzas y puñales de distintas épocas, detonadores, cargas explosivas y demás artilugios que hacen las delicias de cualquier “freak” de las armas y de la Historia.
Pero Reyes no sólo era el tipo de las explosiones controladas, del fuego domesticado, de las armas sin percutor y los cuchillos sin filo. Era un amante de su artesanía, y un tipo muy extremeño, en el sentido de acogedor, apegado a su tierra y a sus amigos.
Tanto es así que accedió a participar en un documental, “El Coto”, (Francisco Espada y Javier Pache, 2013), en el que varios “involucrados” (Jesús García de Dueñas, el fotógrafo Vidarte y un servidor entre ellos) hablábamos de una película olvidada y recientemente descubierta. Reyes fue el que mejor hizo su papel, recordando cuando era niño y cuidaba borregos en su pueblo. No se la pierdan.
Reyes quemó barcos, hizo reventar montones de vehículos y sus balas falsas mataron a innumerables personajes. Sus prótesis de rostro y cuerpo fueron pioneras antes del auge de los efectos digitales, pero cuando volvía a su tierra se convertía en uno más de la familia.
Otro amigo perdido cuyo impresionante patrimonio de maquetas, armas y monstruos de látex deberían estar en algún museo “ad hoc” de Extremadura, sea en Castilblanco o en cualquier otro sitio de este Oeste salvaje que tanto sufrió, amó y recreó.