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Coquet@s y masoquistas

Es la maldición bíblica de los tiempos modernos. Inventada la epidural, el ordenador y el aire acondicionado, las mujeres ya no tienen por qué parir con dolor y ya no hay por qué  ganarse forzosamente el pan con el sudor de la frente. Ni deslomarse para llevar un salario a casa. Es más, al 25 por ciento de la población activa la maldición bíblica se le ha vuelto por pasiva y no hay manera de que pueda trabajar. Paradojas de la vida.

Vencido el dolor y ganada la partida al trabajo físico en  este privilegiado mundo consumista que tenemos en suerte residir hay, sin embargo, muchos que no se resignan a dejar de sufrir. Por puro placer, debe ser.

No me refiero sólo a los masocas en nómina y fijos discontinuos de cualquier oscuro salón sado-maso, esclavos a tiempo parcial de amas embutidas en  fundas de látex, ni a todo ese mundo de cuero y en cueros, con correajes, látigos, estiletes y no sé cuantos artilugios de tortura físico-sexual más.

Esto otro es algo mucho más popular y extendido. Un uso social y cotidiano que forma parte del paisanaje común de cualquier ciudad. Y familia, si me apuran. Jóvenes,  mayores, adultos y adúlteros, sin distinción de edad, razas o credo, se abonan gustosos a esta moda de sufrir incluso pagando. Así de claro. Todo con la idea propia de embellecer el físico. Un personal tuneado exclusivo para los restos.

El dolor  por la belleza, el sufrimiento por la coquetería. No solo el de las mujeres que se torturan los juanetes con tacones  inverosímiles. Esto es toda una afección masivamente extendida.  Y hasta socialmente bien vista. Eso sí, que sea solo en aras de la presunción (de presumir) y la estética (antiestética, a veces). Nada de sufrir por ideales y credos, que hoy no está nada bien visto. Ni es entendido.

Los masocas de hoy son legión. Desde los que distinguen cualquier parte de su cuerpo con estampados  y dibujos hechos a base de pinchanzos y tinta multicolocor en la piel a los que  se horadan apéndices y partes de sus cuerpos, públicas y púbicas, con el fin de colocarles adornos que les uniformicen con el resto de sus respectivas peñas. Tanto distinguirse para acabar en lo mismo.

En el piercing en la ceja, en la aleta de la nariz, en el ombligo, en los labios (de arriba, de abajo e inferiores), en las orejas y en otros lugares en los que solo pensarlo da dolor, que es lo normalito. Luego están los enganchados que empiezan y no paran de colgar chatarra al cuerpo. Otro arte. Al margen del sentido y significado simbólico-cultural, etnográfico-artístico y hasta antropológico que el uso de estos adornos tienen. En las tribus centroafricanas, de Oceanía, la Polinesia y la Micronesia, me refiero.

La aldea global es lo que tiene. Que todo vale como bien de consumo, si es negocio. A costa incluso, del dolor ajeno. No hay más que ver los tanatorios y los calambrazos de los electro estimuladores musculares que ofrece la Teletienda cada madrugada. Con fornidas señoritas de marcados abdominales y  sonrisa de rictus imborrable. Aunque les cortaran un pie a dolor vivo.  El cuerpo como forma de expresión artística y personal. El dolor como realización personal. Más cultura  antropológica etnográficamente susceptible de ser enriquecida con colecciones textiles de  ‘lycrosas’ mallas multicolores.  En unas décadas, las veo expuestas en el Museo ‘Pérez Enciso’. Junto a la vitrina de los piercings ‘prince albert’ de todos los calibres.

Todo es arte. Todo es cultura.

 

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