Vicente Herrera Silva, que fuera alcalde de Alconchel entre 1979 y 1999 y diputado y portavoz del Grupo Socialista en la Asamblea entre 1987 y 1999, acaba de publicar ‘Memorias, semblanza de una época’, un libro que es un repaso de su vida y en el que, entre otras cosas, cuenta que vivió sus primeros tres años –nació en diciembre de 1936— en las cárceles de Olivenza y Badajoz debido a que los nacionales llevaron presa a su madre y él sufrió junto a ella la condena. Dedica los capítulos iniciales del libro a su madre, que se comió el dolor del parto para que no la oyera el somatén que patrullaba por la calle; y a su padre, también preso durante diez años por sus ideas políticas. Esas páginas de por sí constituyen un homenaje tan hondo que justificaría de sobra el esfuerzo que le habrá supuesto escribir el libro entero. Pero Herrera escribe otras dedicadas a su escuela y a su Maestro (siempre con mayúsculas), don Guillermo Casas Algora. Estoy seguro de que si tienen oportunidad de leer el libro les pasará lo que me ha pasado a mí: que durante la lectura del capítulo en que describe su condición de alumno no podrán evitar sentir el aliento de redención que lo atraviesa. Les saltará a la cara la certeza de que no hay aventura humana que explique más cabalmente la aspiración de igualdad y libertad como el afán por aprender. Vicente Herrera ha sabido transmitir que aquel Maestro -un barcarrotero que iba y venía a Alconchel en bicicleta y que vivía con la menesterosidad que correspondía a los maestros de la posguerra–, supo entregar a sus alumnos la llama sagrada del amor por el saber, mezclando en la misma clase a párvulos que se afanaban en hacer la ‘a’ poniéndole un rabito a la ‘o’ con muchachos enfrentados a la trigonometría. Don Guillermo Casas Algora hizo el milagro de enseñar a aprender, como tantos otros maestros, en medio de la pobreza. Los alumnos iban a la escuela provistos únicamente de una pizarra y un pizarrín y con esas dos piedras y la curiosidad, Maestro y alumnos edificaron nada menos que la conciencia de saber que cada persona tiene el derecho de ser considerado un ciudadano.
Son palabras mayores que las pronuncian con un fulgor en la mirada sólo los que han vivido un tiempo en que la educación era para casi todos como una enamorada ingrata y esquiva. Yo, que ni pertenezco a la generación de Vicente Herrera ni afortunadamente tuve que toparme, como él, con el muro que me impedía alcanzar el Bachillerato, echo sin embargo de menos que la palabra Educación se pronuncie ahora con la reverencia que se le debe a la suprema herramienta de liberación de que disponemos. Siento –ojalá esté en un error—que la Educación ha pasado a ser un departamento más de la gestión política, como el de las obras públicas, y siento que nos estamos conformando con haber dado por resuelto que el afán por aprender es ya una llama al alcance de todos.
Y no veo ese fulgor en la mirada que se les ve a los alumnos viejos, como Vicente Herrera, cuando hablan de aquellos Maestros con mayúsculas que los hicieron libres.