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Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Veraneo

 

De camino a Chichén Itzá, las ruinas mayas mejor conservadas del Yucatán, el guía paró la furgoneta junto a una tienda que allí llaman de abarrotes, donde venden comestibles y bebidas. Dos horas antes había salido de la Mérida mexicana tras pasar algunos días paseando por la avenida Montejo bajo las ceibas y los flamboyanes, admirando las casas coloniales, siempre precedidas por su jardín arbolado y con sus alpendres de columnas, y oyendo los cascos de los caballos que tiran de las carrozas en las que los caleseros explican al turista el pasado de riquezas babilónicas de que disfrutó la ciudad hace más de un siglo, cuando era el centro de la industria del henequén y no había saco ni arpillera en el mundo que no se fabricara con la fibra de la pita que salía de las haciendas de Mérida. Estaba aprovechando el veraneo también para ver flamencos, pelícanos, fragatas y algún cocodrilo pequeño y miedoso que se escondió en los árboles que hunden sus raíces en el manglar. Y para bañarme en los cenotes, esos manantiales que aparecen en grutas y donde el agua es tan limpia, fresca y quieta que el bañista tiene la sensación de profanarla cuando entra en ella. Después, una vez dentro, uno se siente acogido, como si nadar en el cenote fuera moverse por el líquido amniótico del útero de la tierra.

En la tienda de abarrotes, camino de Chichén Itzá, esperaban a los viajeros hojaldres de jamón y queso. Me bajé de la furgoneta. Pronto se formó una cola de gente esperando para ir al baño, que estaba tras una escalera de unos pocos escalones. Un letrero en la pared avisaba de que usarlo costaba cinco pesos. “Es para mantenerlo limpio”, se justificó el comerciante mientras ofrecía los hojaldres. Al inicio de la escalera y junto a un expositor con bolsas de patatas fritas y otros productos de la marca ‘Doritos’ había una niña que daba paso a los usuarios del baño, de modo que no se podía acceder a él hasta que ella lo permitía. Tendría siete años, una larga trenza, gafas con gruesos cristales de miope y tras ellos unos ojos como los ojos aventados de los peces. Cada vez que salía una persona del baño, la niña entraba en él, hacía lo que parecía una rápida inspección, bajaba la escalera y daba paso al siguiente después de cobrarle los cinco pesos. Lo hacía todo con esa concentrada afanosidad con que hacen las cosas los niños obedientes. Cuando me tocó le di los cinco pesos y entré. El baño estaba limpio como no había conocido otro en México y olía a violetas. Al salir aproveché que la niña hacía la inspección rutinaria de después de cada cliente para mirar tras el expositor de los ‘doritos’. Allí tenía, ordenados, estropajo y jabón, una fregona, rollos de papel higiénico y un ambientador de violetas.

Antes de irme, nuestras miradas se cruzaron. Le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa. No insistí. Su atención se concentraba en aquellos objetos y en la nueva cola de turistas que se había formado para ir al baño. Eran –como para mí la Mérida mexicana, los manglares, los cenotes y, pronto, las ruinas mayas de Chichén Itzá–, el paisaje de su veraneo.

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Blog personal del periodista Antonio Tinoco.


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