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Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Veraneo (II)

 

Desde aquí, sentado a la sombra, basta asomarse a la baranda para ver, abajo, cómo yace el mar. Es mediodía y, mirándolo abstraído de la luz, del viento leve que hace ondear la faldilla del toldo y la toalla en el respaldo de la hamaca, noto que te acaba llegando con el aire una quietud que va espesándose. En sordina llegan los gritos de los niños jugando en la orilla –el cubo, la pala, el rastrillo, la arena, el castillo, el foso, el agua, la ola, de nuevo el cubo, de nuevo el agua– porque todos los niños del mundo convierten en un dulce trasiego enloquecido la ecuménica felicidad que dan las playas.

Te va anegando despacio la presencia del mar como un ser vivo , como si fuese un magma azul acero que te envuelve y cuya fuerza notas brotada del interior. Y en el duermevela que te va ganando imaginas que allí en el fondo, en ese abismo tenebroso donde Julio Verne situaba los monstruos que te mantenían con los ojos abiertos todas las siestas de los veranos de tu infancia, hay una fragua incansable donde el fuelle de los dioses saca de la sal la energía con que se mueve el agua… El paisaje cobra una densidad de melaza y el tiempo la incierta dimensión de la bruma. Y así, lo quiera o no, uno va cayendo en el pozo tibio del sopor del sueño. Es el mediodía de un veraneo frente al mar.

De pronto, surgen rumores dentro de casa de que se está quemando la Sierra de Gata; de que Acebo, Perales del Puerto y Hoyos han sido desalojados; de que los vecinos se tienen que concentrar en Moraleja, donde el ayuntamiento pide víveres a los vecinos y los vecinos se vuelcan en una arrebatada solidaridad de urgencia. Se ven fotos que parecen de refugiados. Llegan noticias de que hay gente que quiere quedarse en sus casas para, si es preciso, hacer frente a las llamas con las mangueras domésticas de regar los arriates; de que los animales vagan enloquecidos por las calles de los pueblos cercados por el fuego sin entender por qué les ha sobrevenido el infierno. Y pruebas llegan –las trae, puntual, Antonio Armero, el periodista de guardia–, de que las huertas arden; de que los pozos se desecan; de que las cabras y las ovejas mueren en la inmensa parrilla del monte, víctimas de un sacrificio inexplicable; de que los bosques se calcinan y quedan al aire los troncos de los pinos como inmensas cucañas de grafito, estériles ya para siempre en una intemperie de cenizas eternas. Sabemos de Eva, que tenía concertada su boda desde hace un año en Hoyos y ahora llora maldiciendo al fuego en el cruce de La Fatela; De Nolasco Falcón, dispuesto a defender con su vida su gasolinera del monstruo de las llamas… Arde la Sierra de Gata y desde el momento en que la realidad del fuego se impone al deseo del verano uno está fuera de sitio sentado a la sombra, asomado a la baranda desde donde ve, entre las nieblas del sueño, al océano yacente. Ya no hay niños gritando felices en la playa. Ya no hay paisaje de melaza ni el tiempo envuelto en la bruma del sopor del sueño. Acabó ese mediodía. El mar está en silencio. Hay que entrar en casa.

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Sobre el autor

Blog personal del periodista Antonio Tinoco.


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