A las 15.10 horas del pasado viernes tuvo la certeza de que se estaba haciendo viejo. Había pasado la mañana solo en casa, ocupado en tareas domésticas: cambió sábanas, tendió ropa, planchó camisas, renovó la tierra del arenero de la gata, hizo la comida… Todos los oficios los fue haciendo mientras oía música y no hubo nada en todo el tiempo que interrumpiera aquel dejarse llevar de la Ceca a la Meca: de Oscar Peterson a Madredeus, de Sade a los Who, de Bob Dylan a John Mayall. Casi a las 14.30, cuando estaba a punto de rematar el guiso para las albóndigas (de primero había puré de verduras), renovó la gratitud de siempre con El Cigala al oír ‘Lágrimas negras’, y le dio un vuelco de alegría el corazón cuando de los auriculares surgió ‘Voy por tu cuerpo’, la inolvidable canción que Luis Pastor hizo de un fragmento del poema ‘Piedra de sol’, de Octavio Paz.
Cuando terminó de hacer la comida puso la mesa, se quitó los auriculares y, un poco aturdido por el sordo siseo que dejó la música en los tímpanos, ingresó en la realidad del día, del viernes 22 de enero. Su mujer y sus tres hijos no tardarían en llegar. Miró por la ventana y vio la calle mojada. Entonces reparó –y le valió una sonrisa– en que el itinerario de la música no había hecho parada en Víctor Jara –“Te recuerdo Amanda,/la calle mojada…”– y en que ni una sola de las canciones por las que había vagado aquella mañana tenía menos de 30 años (quizá se equivocó: es muy posible que las de Madredeus no tuvieran más de 20; alguna incluso no más de diez). Pero las que le emocionaron más –esas sí, estaba seguro—no tenían menos de 40.
Media hora después, a las 15.10, cuando tuvo el fogonazo de certeza de que se estaba haciendo viejo, pensó por un momento que bien podría haber sido el rejuvenecimiento fugaz que le trajeron las canciones de la mañana –sería capaz de escribir una crónica exacta de dónde estaba la primera vez que oyó algunas de ellas– lo que le hicieron sentir que el tiempo le estaba pasando por encima.
Pero no eran las canciones. Era aquel muchacho, tan audaz o tan temerario –no sabía qué pensar— que estaba hablando en la tele. Era la resolución que transmitía adjudicando ministerios, vicepresidencias y presidencias; la inaudita ligereza con que iba forjando gobiernos. Y pensó: si eso eran los nuevos tiempos él no era más que un ciudadano arrumbado. Un viejo súbito. Chatarra ya.
Y lo dijo en voz alta, mientras comían: “Me estoy haciendo viejo”. Miró a su mujer y después a sus hijos. Tuvo la seguridad de que se habían dado cuenta de que algo había en el tono de aquellas cuatro palabras que les hizo intuir que no era una de esas frases en medio de la nada que se pronuncian para romper el silencio. De hecho ocurrió lo contrario: estaban hablando y desde entonces callaron. Y ya no volvió la conversación a la mesa. El peso de aquella confesión no tardó en desvanecerse y el sonido del telediario fue ocupando la cocina, donde los cinco acababan el puré y en la que sólo se oía a Pablo Iglesias haciendo su particular reparto del mundo.