Como seguramente saben, el pasado 23 de enero murió en Madrid Francisco Rubio Llorente, sin duda uno de los extremeños más señeros de las últimas décadas: nació en Berlanga en 1930 y cuando se le concedió la Medalla de Extremadura en 2008 se confesó “radicalmente extremeño”. Rubio Llorente es unánimemente reconocido como uno de los más reputados constitucionalistas de nuestro país. Se le ha llamado ‘el octavo padre de la Constitución’, a cuyo análisis e interpretación dedicó su trabajo en el Tribunal Constitucional, del que fue magistrado y vicepresidente, y también en el Consejo de Estado, que presidió entre 2004 y 2012.
Pero no traigo aquí a Rubio Llorente para hacerle un panegírico que otros ya han hecho con muchísimo más fundamento del que podría hacerle yo, sino porque todos los que han hablado o escrito sobre él estos días han coincidido en destacar un rasgo de su personalidad que, a la vista de cómo transcurre la vida, tiene el valor del oro: su capacidad para asumir visiones distintas de un mismo problema. El escritor Antonio Muñoz Molina lo ha puesto de manifiesto en su artículo del último sábado en ‘El País’, donde cuenta que era uno de los comensales a una comida mensual que Rubio Llorente convocaba –y que denomina con definición feliz ‘almuerzos conversados’— con el fin de reunir en torno a una mesa “a personas de saberes, profesiones e inclinaciones políticas y vitales muy variadas y ponerlas a conversar sobre los asuntos del día”. Muñoz Molina remata el perfil del insigne extremeño diciendo: “Que Francisco Rubio Llorente era un hombre sabio se comprobaba escuchándolo hablar, pero también viéndolo escuchar”.
¡Qué imprescindible se hace alguien que, como Rubio Llorente, sepa escuchar! Mucho más en una coyuntura como la que tenemos, porque llevamos casi mes y medio desde que los españoles hablamos y esta es la hora en que lo que dijimos todavía no ha encontrado eco en ninguno de los que –eso sí, con mucha facundia– nos pidieron que confiáramos en su capacidad para interpretar nuestro mensaje. Tenemos ya verdadera necesidad de participar del espectáculo cívico que supone ver a nuestros responsables políticos escuchando, escuchándose, discutiendo a partir de lo que oyen, acordando y construyendo. ¿Pero alguien ha visto a nuestros candidatos en actitud de escucha? ¿Alguien ha visto a Mariano Rajoy –a quien señalo porque creo que es el que mayor responsabilidad tiene debido a que su minoría es la mayor–, haciendo el más mínimo esfuerzo por aguzar el oído para escuchar algo más que lo que quiere oír, el ‘no’ del PSOE? ¡Qué bien le acomoda a nuestro presidente en funciones la dureza de sus oídos para su proverbial indolencia! Lo último que se sabe de él es que ni siquiera está dispuesto a presentar su propuesta de futuro para España, a pesar del tanto tiempo libre que dice que tiene. Seguramente es por temor a lo que pudiera escuchar.
Muñoz Molina, en ese mismo artículo, habla del ‘abaratamiento mental en que vivimos’ en España. ¿Qué otra cosa podíamos esperar de esta sordera epidémica que padecemos?