Confieso que contemplo con una especie de satisfacción malsana que me produce una risa parecida a la de Patán el perro guardián, los quebrantos que afligen a Mariano Rajoy derivados de la renuncia, ‘motu proprio’, a tratar de armar una mayoría para gobernar, parapetándose tras el burladero y dejando que sea el candidato del PSOE, Pedro Sánchez, el que trate de torear el toro de la investidura.
Me causa satisfacción porque se trata de un episodio muy ilustrativo –ahí queda retratado– de lo que nuestro presidente en funciones concibe por gestión política: el reino del mínimo esfuerzo y del ventajismo; el reino donde reina la pobreza de espíritu, que se nutre de las caídas del oponente; el reino de la vagancia, de modo que anhela morder la cáscara verde de la negativa del PSOE a negociar si eso le sirve para hacerse con la coartada de no seguir trabajando en pos de conseguir el fruto de la nuez. Pero su renuncia a intentar gobernar ilustra, sobre todo, el desprecio al tesoro de confianza que le habían otorgado los electores y que debía conservarlo y defenderlo no sólo por vergüenza sino por obligación para con ellos. Así que ahora que lo veo mohíno porque la vida que a él le tocaba vivir está, por su dejadez, en otra parte; ahora que se oye cómo los suyos murmuran en su contra, siento que se merece lo que le está pasando; incluso merecería que terminen arrumbándolo como a un mueble comido por la carcoma porque estaríamos los españoles ante la oportunidad de echar de nuestra vida política ese modo indolente de ejercerla.
También disfruto porque creo que este episodio tiene sus gotas de justicia, toda vez que el PP y Mariano Rajoy se han hartado de pregonar las virtudes de la diligencia, del trabajo infinito, del esfuerzo continuo; incluso han hecho del emprendimiento una de esas taimadas herramientas retóricas que han provocado en las víctimas de la crisis un sordo complejo de culpa si no lograban salir de ella aunque pelearan sin descanso: hemos visto muchas veces estos años a gente que, tras perder su empleo, se echaban la culpa a sí mismos si no lograban que cuajaran sus nuevos proyectos, como si pensaran que su fracaso se debía más que a las dificultades de la realidad a que su espíritu no estaba siendo suficientemente emprendedor ni su ahínco suficientemente generoso. Comprobar ahora que Rajoy es alérgico a ese espíritu del riesgo, que sólo lo concibe para los demás, y aún más alérgico a la ética de la responsabilidad que pregonaba Max Weber, y que está pagando por ello en descrédito, tiene algo de reparación poética de quienes han sufrido un remordimiento por no alcanzar el éxito.
Cuando Mariano Rajoy le dio calabazas al Rey por dos veces hubo un coro de jaleadores que como peces piloto siempre acompañan y aclaman cada uno de sus movimientos. Esta vez también le regalaron los oídos diciendo que era una jugada propia de una luminaria de la política, con la que se aseguraría su continuidad en la Moncloa. Ahora se ve que puede convertirse en su triste epitafio. Y yo me alegraré porque el futuro de España no puede estar en manos de quien no es valiente.