Con apenas unas horas de diferencia han muerto Harper Lee y Umberto Eco, la autora de ‘Matar un ruiseñor’ y el autor de ‘El nombre de la rosa’, dos novelas inolvidables. Harper Lee y Umberto Eco son, además, dos personas a las que, directa o indirectamente, mucho les debemos los amantes del periodismo. A Harper Lee porque ya nadie pone en duda que la ayuda que le prestó a su amigo de la infancia Truman Capote en los cinco años en que trabajó acopiando información, fue imprescindible para que escribiera ‘A sangre fría’, una de las obras que, a pesar del paso de los años –en este 2016 cumple medio siglo— se mantiene sólidamente entre las cumbres de la literatura de no ficción desde los tiempos en que a la mejor del género se la llamaba Nuevo Periodismo. Y Eco es, además de un novelista de bandera, uno de los más grandes teóricos de la comunicación de masas. Eco marcaba a los alumnos de la carrera de Ciencias de la Información, de tal manera que si en ella se cruzaba algún ‘rubicón’ lo constituían sus obras ‘La estructura ausente’ y ‘Tratado de semiótica general’, escritas con una densidad que complicaba su comprensión y que se ocupaban de las señales que anunciaban el mundo en el que, décadas después, estaríamos: el de unos medios que abandonan su papel de mediadores de la realidad para convertirse en creadores de ella.
Es curioso cómo Eco, con el paso de los años, ha pasado de ser el autor más oscuro de cuantos se estudiaban en Periodismo a convertirse en el que terminó siendo y por el que ha sido universalmente reconocido y aclamado: un hombre irónico y luminoso, mordaz y crítico, pero siempre divertido y que mostraba su inmensa sabiduría sin un gramo de afectación, con la llaneza de un campesino. Su solvencia intelectual era tanta que el diario ‘La Reppublica’ anunció su muerte con este titular: ‘Muere Umberto Eco, el hombre que lo sabía todo’.
Y es curioso también cómo Harper Lee, creadora de una novela de la que sin reservas podría decirse que ha servido para mejorar la especie humana, se empeñó en no dejar de ser nunca aquella joven que la escribió: sólo una empleada en el departamento de reservas de una línea aérea. Incluso su distanciamiento con Truman Capote –al que le rindió homenaje en ‘Matar un ruiseñor’ retratándolo en Dill, el vecinito sabihondo e imaginativo amigo de la narradora Scout, la propia Harper Lee—se debió a su profundo desacuerdo ante la actitud de ‘celebrity’ con que Capote encaró la notoriedad que le trajo el éxito de ‘A sangre fría’ y que, por cierto, ya nunca abandonó.
Juan Ramón Jiménez decía: “Sé universal: habla de tu pueblo”. Umberto Eco tenía una cabeza tan privilegiada que nadie refutó con más propiedad el universo de los medios de comunicación como si fueran la aldea global de la que habló McLuhan, mientras Harper Lee, aunque no consta que leyera al Nobel onubense, lo siguió al pie de la letra: no sólo habló exclusivamente de su pueblo –Monroeville (Alabama), 6.500 habitantes, donde vivió y murió—sino que lo convirtió en un pueblo del mundo.
Lee y Eco, con toda justicia, el universo a sus pies.