Creo que a lo largo de muchos martes como este he acreditado suficientemente que Rajoy no está entre mis políticos preferidos. No es que personalmente me caiga ni bien ni mal. Incluso estoy convencido de que podría ser un buen compañero de mus, y quien juega al mus sabe que decir de alguien que sería un buen compañero son palabras valiosas. Sería leal, animoso y con ese punto de sagacidad que se requiere para ganar al mus con peores cartas que la pareja contraria. Pero no soy capaz de verlo más que como un gestor de medio pelo que se conforma con sacrificarse en el altar del balance: como un presidente de comunidad que no va más allá de que le cuadren las cuentas aunque el ascensor no funcione. Es tan conservador que bajo su mandato se ha empobrecido la democracia: ha hecho que se deprecie el trabajo de quien lo tenga; ha consentido que haya ministros estrambóticos que le impongan medallas a la Virgen; se ha empeñado en crear leyes mordaza y ha alentado esas otras leyes educativas confundidas de siglo que abochornan por equiparar la religión a la física. Y, para rematar, propende a la molicie y sólo tiene la mala leche de los pusilánimes, que no es mala leche ni es nada, y así le va en el partido, del que surgen dirigentes imputados como brotan los champiñones en las cuevas.
Y, sin embargo, a pesar de lo anterior y algunas otras cosas más que podría mencionar en su contra, me uno a Rajoy, le palmeo la espalda y lo jaleo cuando se va a Pontevedra, como hizo el domingo pasado, para decir que ahí ha vivido y ahí quiere retirarse. Que de Pontevedra no lo moverán. Me solidarizo con él porque no encuentro ninguna justificación para que un ayuntamiento emplee su tiempo en declarar a nadie, como ha hecho con Rajoy el de Pontevedra, persona ‘non grata’. No importa la razón que se aduzca, incluso aunque esa razón sea la muy razonable de oponerse a que se prolongue por 60 años la vida de una fábrica de celulosa que contamina la ría. Y ello porque esa declaración no es un acto político. Un acto político sería combatir la decisión adoptada por el gobierno de Rajoy con las armas constitucionales: los derechos de libre expresión, de manifestación y huelga, y la tutela judicial. Pero esa declaración, por muy folclórica que sea y de efectos nulos, no es más que un ataque personal sin justificación que pone en evidencia su escasa consistencia y que pretende establecer los requisitos para definir a una persona como indeseable, un término demasiado gaseoso –y demasiado poco político– como para que algunos, no importa quiénes sean –en este caso los concejales de En Marea, BNG y PSOE—se arroguen en exclusiva su significado.
La política nunca debería dejar de ser el territorio del argumento. Y en este episodio se han utilizado sobre todo adjetivos, hasta el punto que los partidarios de la declaración de persona ‘non grata’ llamaron a Rajoy ‘traidor’ y ‘repudiable’.
El poeta venezolano Eugenio Montejo advertía del engaño de sustituir los argumentos por adjetivos, porque quienes lo hacen corren el peligro de “empezar de marineros y terminar como piratas”. Y confundir la política con el ajuste de cuentas.