El pasado jueves este periódico informaba de que 17 juristas partidarios de la independencia de Cataluña habían presentado a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, una propuesta de Constitución para la República de Cataluña. Se trataba de un documento, decía la información, que formará parte de la documentación con la que trabaja la comisión parlamentaria sobre el proceso constituyente.
Sentí envidia. No porque en mí anide el más remoto espíritu independentista que me haga soñar con que esté en vigor un texto que diga: “Extremadura se constituye en Estado libre, soberano, democrático, social, ecológico y de derecho”, tal como se define a Cataluña en el primer artículo de la citada propuesta. No siento envidia por eso. Por eso siento decepción por que una comunidad como Cataluña, en cuya capital viví entre el 79 y el 81 con la certeza de que estaba en una ciudad que había hecho de su espíritu de acogida una solemne declaración de carácter, la vea ahora desbarrancándose por la pendiente del aldeanismo.
Sentí envidia porque un documento como ese no nace del aire, nace de que en Cataluña existe una ilusión de la que participa una parte significativa de catalanes. Yo, ya lo he dicho, de ser catalán no estaría entre los ilusionados por la independencia, pero no dejo de envidiar ese impulso, esa aspiración colectiva. Y aun a sabiendas de que, en cualquier caso, ese impulso aquí sería más prosaico que el de crear una nueva nación, no lo siento menos necesario, sino más. Porque lo que yo echo de menos en Extremadura es un plan de futuro para todos y trazarnos un camino para conseguirlo. No soy político, no tengo la capacidad de articular un proyecto social, lo cual alguna vez lamento. Sólo me hago preguntas. Pero cuando me pregunto a mí mismo ‘¿crees que dentro de diez, de veinte años, Extremadura será una sociedad que haya avanzado decisivamente en bienestar, en igualdad, en calidad de vida porque diez, veinte años atrás –es decir, hoy— hubo planes, ilusión, objetivos colectivos que se empeñaron en hacerlo posible?’, la respuesta es no, no lo creo. Ojalá lo creyera, pero uno lee el periódico, presta atención al discurso público, se detiene a oír las ideas sobre las que discutimos en la Asamblea y nada veo que me induzca a pensar que algo de lo que hablamos, aunque sólo sea una cosa, alberga no el mero propósito de ir tirando, sino el germen de transformación de esta tierra. Un ejemplo: ¿cuántos planes de empleo se han hecho; cuántas veces hemos oído decir que lo que Extremadura necesita es un cambio de modelo productivo sin que nada haya conseguido remover un solo centímetro esta menesterosa realidad que tenemos? ¿Y cuántas veces hemos perdido la oportunidad de ordenarle a la Universidad la misión de variar nuestro rumbo inexorable hacia el mismo horizonte de todos los siglos?
Nada veo que sea capaz de sacarnos de la linde del marasmo. ¿No hay nadie, en la Junta, en la oposición, que alce el dedo y diga ‘tengo un plan, un sueño, para el futuro de esta tierra’? Habría mucha gente –yo, uno—que se apuntaría a esa ilusión.