Hace unos días, el periodista de Don Benito Ángel Sastre, que ha estado casi diez meses secuestrado en Siria, tuvo la generosidad de aceptar la invitación de la Asociación de la Prensa de Badajoz y de la Sociedad Económica de Amigos del País para hablar sobre su trabajo en situaciones de conflicto. Su pretensión era contar cómo se hace el periodismo en una guerra, para lo cual mostró imágenes –algunas, inéditas– sobre todo de combates en Siria tomadas por él y por sus compañeros de cautiverio Antonio Pampliega y José Manuel López, que revelaban suficientemente hasta qué punto es verdad que un reportero de guerra juega a diario a la ruleta rusa con la muerte.
Sastre quería evitar que su charla se centrara en su cautiverio en manos de Al Nusra, la filial de Al Qaeda en Siria, pero inevitablemente sus propias palabras fueron derivando hacia ese episodio y, en el coloquio posterior, también las preguntas del público, que llenó el salón de la Económica a pesar de ser las siete de la tarde del sábado 21, con la Feria del Libro y la fiesta de los Palomos en la calle.
Para mí fue un relato impresionante que los días transcurridos desde entonces no han borrado. Impresionante por lo que contó y dejó entrever, y que podría resumirse en que los diez meses cautivo no fueron una prolongada aventura laboral simplemente comprometida y en territorio hostil, sino la incertidumbre sin fin de vivir con el temor de que te pasen a cuchillo y encima hagan del asesinato un acto televisado de propaganda, para lo cual ni siquiera faltó el atrezo del mono naranja con que los terroristas vistieron a los tres, y que era idéntico al que les ponen a otros periodistas o cooperantes cuyo degüello retransmite el Estado Islámico.
Pero sobre todo me impresionó Ángel Sastre por cómo contó su cautiverio. Porque podía haberse entregado al discurso del héroe y nadie se lo hubiera reprochado. Algunos, quizás, incluso lo hubieran celebrado porque no hay nada que ilusione más que ver refrendada por un testigo la versión de un episodio construido sobre la imaginación. Pero Sastre lo evitó. Y lo hizo sin trampa ni cartón, y sólo se atuvo a las sencillas palabras que emplean los hombres normales –y los buenos periodistas– para contar el tormento. Y empezó por reconocer su propia irresponsabilidad al entrar en el avispero de Siria en el verano del año pasado –añadía al desatino que él aprovechara sus vacaciones de corresponsal en América Latina para emprender ese viaje–, cuando todos le aconsejaron que no lo hiciera porque nadie podría garantizar su seguridad. Y habló del miedo, de su profundo miedo a morir por unas crónicas que, así lo dijo, valían menos que su vida y que el dolor que había causado a sus padres, que allí estaban, en primera fila, oyéndole.
En algunos momentos, la charla de Ángel Sastre pareció una confesión. Y el resumen de su secuestro el viaje de ida y vuelta desde sus errores. Fue emocionante sentir cómo en el aire de la Económica quedó el peso de la lección aprendida: la bienvenida al hombre; la despedida al héroe.