Hay una curiosa novela portuguesa de 1870, ‘El misterio de la carretera de Sintra’, que fue escrita de un modo tan singular que merece contarse: los novelistas Eça de Queirós y Ramalho Ortigão se concertaron para escribirla al alimón y publicarla por entregas en el ‘Diário de Notícias’. Bajo el formato de cartas al director, un aparente lector iba informando anónimamente de unos sucesos extraños que se habían producido en la carretera entre Lisboa y Sintra. La novela, con muertos, lances y amores contrariados, como correspondía a un folletín, avanzaba a trompicones porque Eça y Ramalho se impusieron la disciplina de no saber lo que escribía el otro hasta leerlo en el periódico, y a partir de ahí seguir la narración. La primera entrega se publicó el 23 de julio. Las siguientes estaban tan bien escritas, describían hechos tan vívidamente y suscitaron tantos rumores en Lisboa a partir de lo que en ellas se contaba, que ‘Diário de Notícias’ empezó a recibir cartas de lectores que habían dado la historia por verdadera y que aportaban detalles que la enriquecían. La cosa empezaba a escapársele de las manos a sus autores y el 27 de septiembre decidieron salir del anonimato y descubrir que todo había sido una broma. Una broma cuyo resultado es una obra literaria que ha llegado hasta nuestros días.
Me he acordado de ‘El misterio de la carretera de Sintra’ a raíz del caso del payaso diabólico de Badajoz. Ya saben: la difusión en Facebook de imágenes trucadas con payasos en sitios de la ciudad, que hizo un mozalbete, y la denuncia falsa de otro en Comisaría asegurando que le había atacado alguien vestido de payaso. “Fue una broma”, dijeron cuando los policías les descubrieron. Me he acordado de la novela portuguesa porque quizás una historia y otra nos ilustren sobre cómo han degenerado las bromas y de cómo en estos tiempos somos mucho más sugestionables que hace siglo y medio debido a que estamos infinitamente más expuestos e indefensos ante la falsedad. Los espontáneos sugestionados por el misterio de la carretera de Sintra tardaron semanas en aparecer; si esa historia se contara hoy a través de las redes sociales aparecerían en minutos. Y basta un solo ‘bromista’ para que los efectos de la broma se multipliquen exponencialmente creando, como en Badajoz, alarma social.
La preocupación por este fenómeno, como pertinentemente advirtió el domingo en estas páginas la periodista Rocío Romero, atañe a los policías: a la vista está que los de Badajoz debieron comprobar la historia antes de difundir la denuncia del falsario, y no al revés. Pero al que atañe de lleno es al periodismo. Estoy perplejo ante la evidencia de que cada día son más los colegas míos que consideran fuentes de información –es decir, emisores fiables—las redes sociales, donde todo rumor, infundio anónimo, y asuntos delirantes dados por verdaderos tienen su habitación. Si las redes sociales son las que van a inspirar al periodismo, a este viejo oficio –y lo que es más importante, al derecho a la información veraz como pilar de una sociedad democrática– le quedarán dos telediarios. Y el segundo y último, por supuesto, no será más que una sarta de bulos. Una broma.