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Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Bayardo San Román nunca muere

Hubo un tiempo en que hubiese matado por ser, en lugar de yo, un personaje de García Márquez. Por ser, así lo escribí una vez, Aureliano Buendía, aunque fuera frente al pelotón de fusilamiento, sólo para sentir en la mía la mano de José Arcadio, el loco de mi padre; o Melquíades el alquimista, y poder pasear por el mundo el título de ser el más grande benefactor de Macondo; o Amaranta Úrsula y que un aviador estuviera tan enamorado de mí que se precipitara con su aeroplano al patio del colegio de señoritas en que estudiaba interna sólo por hacerme la corte; o Jeremiah de Saint Amour, el suicida irresistible, el hombre que se quitó la vida tan delicadamente que lo que en realidad hizo fue ponerse a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro; o Blacamán, el vendedor de milagros, capaz de resistir sin perder la sonrisa la picadura de una serpiente mapaná con tal de salir bien en las fotos que le tiraban los yanquis; o María dos Prazeres, para tener risa de granizo; o Frau Frida y poder alquilarme para soñar.

No me hubiese importado, incluso, aparecer como un personaje tonto y ser ese torpe periodista que, después de que Manolo López, su redactor jefe, lo mandara a ver si había algo de interés en el vaciado de la cripta del convento de Santa Clara, volviera al periódico diciendo que allí no había historia ni para un suelto a pesar de que bajo la losa había aparecido el cadáver de la Sierva María de Todos los Ángeles, muerta de rabia y amor dos siglos atrás, y con una cabellera intacta que le había sobrevivido hasta alcanzar los 22 metros y 11 centímetros.

Cuento estas cosas mías porque el pasado sábado se me cayeron los palos del sombrajo: leí en este periódico que ha habido quien, a diferencia de lo que habría hecho yo, puso un pleito a García Márquez precisamente por convertirlo en una de sus criaturas. Y es que resulta que el viernes murió en Barranquilla, Colombia, a los 95 años, Miguel Reyes Palencia, un amigo de la infancia del escritor. Miguel Reyes había repudiado a su mujer en su noche de bodas al descubrir que no era virgen. Por ese hecho se convirtió nada menos que en Bayardo San Román, el hombre que repudió a Ángela Vicario la noche de bodas por el mismo motivo. Aquel gesto de Bayardo puso en marcha la maquinaria de la muerte que los hermanos de Ángela fueron anunciando por todo el pueblo y cuya noticia llegó tarde justo a Santiago Nasar, el único que, de haberla conocido a tiempo, habría hecho todo lo posible para que se quedara en rumor.

Contaba el periódico que al leer ‘Crónica de una muerte anunciada’, Miguel Reyes sintió que su amigo García Márquez había violado su intimidad y lo llevó a los tribunales, reclamándole de paso la mitad de los derechos de autor de la novela. Reyes perdió el pleito y me alegro. Nadie se merece más el olvido que quien desprecia ser universal y no morir nunca descrito como Bayardo San Román, el que “tenía una cintura angosta de novillero, ojos dorados y la piel cocinada a fuego lento por el salitre”.

Algunos hubiésemos matado aunque Márquez hubiera dicho de nosotros mucho menos.

 

 

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Blog personal del periodista Antonio Tinoco.


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