Quienes hayan visto la serie ‘The Wire’ recordarán que en ella se cumplía lo que decía Mark Twain sobre los tipos de mentiras (creo que alguna vez he traído aquí la cita): “hay mentiras, hay malditas mentiras y luego están las estadísticas”. Y es que en la inolvidable serie de David Simon –un gran periodista de sucesos antes de convertirse en un gran creador de series como la citada o como ‘Tremé’ –, se reflejaba en todo su cinismo la obsesión del Ayuntamiento de Baltimore y del departamento de homicidios de su policía para sepultar en la hojarasca de la estadística lo que era un colosal fracaso en la prevención, persecución y esclarecimiento de los crímenes, que se producían por doquier en unas calles de las que se habían apoderado las bandas del narcotráfico. La estadística se convirtió en medida de todas las cosas, incluso en termómetro moral, pues el destino de los policías que investigaban los homicidios de Baltimore lo marcaba el grado de adhesión o rechazo a participar en su culto.
Extremadura, afortunadamente, está muy lejos de parecerse a Baltimore: los homicidios son excepcionales. Sin embargo, nuestro Ministerio del Interior también gusta de depositar en la estadística la explicación de la realidad de la seguridad ciudadana, con el peligro que supone de obligarnos a recordar de nuevo la particular clasificación de Twain sobre las mentiras.
Las casualidades de la vida quisieron que el pasado viernes los extremeños tuviéramos la oportunidad de asistir, con sólo tres horas de diferencia, a la glorificación del santo de la estadística y a la trágica demostración de su impostura: a las 11 horas la delegada del Gobierno en la región ofreció los datos sobre los niveles de seguridad ciudadana, según los cuales Extremadura es la comunidad más segura de España por sexto año consecutivo, y Cáceres la provincia líder, con un índice de criminalidad 24 puntos por debajo de la media nacional; y a las 14 horas, un agente de policía, para más inri en Cáceres, disparaba mortalmente contra Hernando Jean Paul Sierra Quintero, un colombiano ingenioso, preso en la cárcel cacereña, que esa mañana había engañado a la policía haciéndose pasar por cojo y tirando de pronto las muletas y echando a correr justo antes de entrar en el edificio del juzgado donde iba a declarar.
No sé cómo recogerá la próxima estadística este episodio, pero apuesto que lo que diga, si lo dice, tendrá poco que ver con lo que pasó: que un hombre cayó abatido por un agente al que lanzó una piedra y le respondió con un balazo. Por lo que he visto y leído desde que ocurrió el suceso, sé que esta columna va escrita a contracorriente porque a nadie parece importarle esa muerte. Cínicamente dicho, qué pena que a Hernando Jean Paul Sierra Quintero no le alcanzara el ingenio para, además de unas muletas para huir, haberse provisto de algo para sobrevivir. Si me hubiera pedido consejo, le habría dicho que ahora el mejor salvoconducto es una bandera o un lazo amarillo, porque lo hubiera protegido de la policía y, si tal cosa no ocurriera, al menos le hubiera asegurado una portada en el ‘Ara’, mucho ruido en las redes y hasta unas esteladas ondeando por Cánovas. Pero no llevaba bandera. Es carne de olvido.