El pasado jueves empezó muy mal. Me enteré por una columna de Juan Cruz en ‘El País’ que había muerto Pedro Sorela. Un hombre desconocido fuera de los círculos periodísticos, de la Facultad de Periodismo de la Complutense y del puñado de lectores de su exquisita obra. En mi corazón, sin embargo, hay un sitio con pedestal para él, no ahora porque haya muerto, sino desde que lo conocí en 1999. Yo entonces tenía 40 años, casi veinte de trabajo como periodista y no tenía necesidad de hacer la tesis doctoral, pero quería hacerla; tampoco de escoger, de entre las asignaturas de los cursos de doctorado, la de aquel profesor que arrastraba fama de llevar a sus alumnos, sobre todo a los de postgrado, al límite de la exigencia; incluso de sobrepasarlo en algún caso y de hacerlo hasta con un punto de altanería. Pero me matriculé en su asignatura.
Pedro Sorela me dio ‘Fronteras entre el periodismo y la creación’ y puedo asegurarles que nunca me había sentido más zarandeado, más exigido en mis planteamientos, más cuestionada cualquier idea que sostuviera, que en aquel despacho del Departamento de Periodismo I de la Complutense en que Sorela, sin piedad, picaba la carne de media docena de alumnos cada quince días. Sorela no hacía prisioneros. Desmontaba minuciosamente, con argumentos irrebatibles y para mayor dolor con su inmaculado castellano de Colombia, aquel textito, aquella pequeña reflexión, aquel amago de ensayo que uno había reelaborado mil veces en noches insomnes, tratando de dar cima a ocho o diez párrafos que estuvieran a la altura de las exigencias de aquel hombre, grande como Cortázar y colérico como Vargas Llosa. Créanme, yo hacía los 400 kilómetros de ida desde Badajoz a Madrid para ir a su clase con el áspero hormigueo en el cuerpo del que sabía que llevaba su escaso ingenio al cadalso, y volvía con el alivio del que le quedaba una clase menos en la que rendir armas.
Pero el resultado de aquella carnicería no puede ser más hermoso: no sólo porque nadie, en mis nueve años de estudios universitarios, haya colocado más alta la mayúscula de la Universidad, sino porque nadie me ha enseñado a leer como Sorela. Nadie como él me desbrozó los caminos para entender a Faulkner, a Talese, a Monterroso, a John Berger, a Saint-Exupery, a Orwell. Me propuso indagar lo que hubiera de periodismo en los ‘Doce cuentos peregrinos’, de García Márquez, y aquel trabajo fue, primero, una pesadilla, y después una de esas cosas pequeñas e íntimas en las que uno siente que, inesperadamente y sin pretenderlo, ha depositado la marca en la que le gustaría que los demás se fijaran para calibrar su estatura. Y eso que no me concedió ni un puñetero centímetro de ventaja en mi indagatoria porque de Gabriel García Márquez Pedro Sorela lo sabía sencillamente t-o-d-o.
Tampoco nadie como él me mostró las alturas del periodismo y cuánta belleza en la escritura puede encerrar este viejo y apresurado oficio: me descubrió un tesoro que no he dejado ni un solo día de verlo brillar. Por eso hoy escribo estas palabras en su memoria, no cabiéndome en el pecho el orgullo de encontrarme entre los alumnos del sabio y entrañable ogro que ha sido el profesor Pedro Sorela.