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Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Torra: hacia la Cataluña distópica

Oigo a Quim Torra su discurso de investidura como presidente de la Generalitat y lo primero que me viene a la cabeza es la necesidad de consultar en el Diccionario el significado de la palabra distopía. Es “la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Y es que las palabras de Torra me empujan, y lo digo con temor, a situarme en un escenario distópico, fuera de los cauces de la realidad y donde se divide a la gente por sus ideas, aceptables o no, en función de que defiendan o no la república catalana. Aunque lo cite como un mantra, Torra no se detiene ya en las consabidas consideraciones retóricas de que Cataluña  votó la independencia el pasado 1 de octubre y cuyo resultado es la luz que guía a los gobernantes hacia la tierra de promisión; tampoco parece importarle que la mayoría parlamentaria que lo ha votado sea, sin embargo, minoría social e incluso electoral porque, voto a voto, los catalanes depositaron en la elección a ese mismo Parlamento que lo ha elegido más papeletas contrarias a la independencia que a favor. Esos son argumentos que pertenecen a un tiempo superado: se equivocan los que dicen que Torra es como Puigdemont. Es peor: es taza y media del Puigdemont más fundamentalista y lo que ha demostrado en su investidura es que está ya, como se dice en esta sociedad digital, ‘en otra pantalla’. En una pantalla a la que no había llegado su antecesor y en la que habla de que los catalanes que se sienten españoles no son verdaderos catalanes, sino simplemente gente que vive en Cataluña -le ha faltado decir que sin ningún derecho a hacerlo-; en la pantalla de que el nuevo gobierno tiene que traer la república para que Cataluña se salve de la crisis humanitaria que sufre, se supone que por la acción depredadora del Estado español, una idea que por sí sola tiene la capacidad de mostrar la distancia entre la realidad y la representación insultantemente delirante de la realidad  que ocupa la mente del nuevo responsable de los designios de los más de siete millones de habitantes de esa comunidad.

Torra ha dejado por escrito suficientes pruebas –y no en exaltados ‘tuits’ sino en textos que parecen fruto de su reposada reflexión–, de que el motor de su pensamiento político se alimenta de su aversión hacia los españoles. Tópicos hirientes como que España expolia a Cataluña; como que los españoles somos corruptos por definición; incluso que somos como las bestias. Pero el problema no es que Torra lo piense o lo haya escrito, sino que ese combustible es el que lo ha hecho presidente, es el programa distópico que 70 diputados de los 135 que tiene el Parlamento catalán consideran idóneo para que a su alrededor se forme el gobierno que Cataluña, a su parecer, necesita.

No hay más remedio que preguntarse en qué ha derivado esa comunidad, que se aviene a que al frente de su gobierno se coloque un xenófobo, un supremacista que provoca escalofríos y que parece un muerto viviente sacado de la República fascista de Saló. Un peligroso iluminado que quiere construir una distopía que, como nadie en Cataluña le ponga remedio, pronto exigirá de un Orwell para que la escriba y de un Pasolini para que la filme.

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