Allí, entre los muchos que despedíamos a Luz Rueda el pasado jueves, y mientras oíamos a uno de sus hijos –emocionado él y nosotros– recitar algunos versos de su madre –versos que hablaban de la contemplación de los tejados de una ciudad y de pájaros que la cruzan— era imposible no sentir la certeza de que la vida, aun la más amarga o la más estéril, siempre reserva un rescoldo que da sentido a la esperanza si tienes a mano qué leer. Porque estábamos allí en torno al féretro conquistado por las flores y nuestro silencio, mientras oíamos a Fernando, el hijo de Luz, era el silencio ecuménico de los que, escuchándole, leíamos con él lo que él iba diciendo por boca del corazón de su madre.
Aquellos versos –ya lo he dicho: de alguien contemplando una ciudad y unos pájaros cruzándola, pero qué más da: podrían ser otros—eran los versos de todos, porque sólo si atendemos a la convención podría decirse que eran de Luz Rueda por ser su autora. La realidad fue que así leídos por su hijo Fernando yo quiero creer que eran los versos que nos dejó en herencia para siempre: la dicha de leerlos hoy y la esperanza de volver mañana sobre ellos sólo por dar pública fe de que seguimos vivos como un homenaje a Luz.
Por todo ello era imposible no sentir en aquellos momentos, cuando nos habíamos reunido en torno a su recuerdo, que vivir no es el mero vivir: es vivir mientras se pueda leer. Luz sabe bien que basta leer apenas nada, digamos un humilde cuento del Capitán Trueno comprado en un estanco y leído sobre una manta tirada en un pasillo durante el silencio de la siesta de un verano, para que ya nunca deje de brincarte en el pecho, así vivas cien años, la noción de generosa valentía que te enseñó aquel muchacho llamado Crispín que acompañaba atolondrado y feliz al Capitán Trueno en aquellas aventuras que eran tuyas; basta leer cómo Ismael oía desde la bodega los enfebrecidos paseos del capitán Acab golpeando con su pata de mandíbula de cachalote la cubierta del Pequod, para que jamás olvides que hay nudos del destino cuya tenacidad arrastra la vida de un hombre; bastan algunos versos de Antonio Machado (“Y todo el campo un momento/se queda mudo y sombrío/meditando. Suena el viento/en los álamos del río./ La tarde más se oscurece;/ y el camino que serpea/y débilmente blanquea/ se enturbia y desaparece”) para que ellos por sí solos den suficiente noticia de lo mejor de la sensibilidad humana: un hombre describiendo con la delicadeza que ofrecen las palabras escogidas cómo va transformándose el mundo al dictado de la luz…
Luz sabe bien que sus versos –el de los pájaros cruzando la ciudad observados por ella, y que su hijo leyó emocionado en su funeral; pero bien podrían ser otros que escribiera– guardan también, cada vez que los leamos, el tesoro del tiempo y la memoria. Serán su memoria y la nuestra. La que nos ha permitido compartir nuestro paso por el mundo.
Y también, a partir de ahora, la áspera certeza de no ver más por las calles de mi ciudad la dulce fiera arriscada que era Luz Rueda.