La madrugada del sábado, justo al final de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos, me propuse vivirlos como si estuviese en el mismo Río en lugar de en Badajoz. Terminó de convencerme Vanderlei de Lima, el último relevista de la llama olímpica, el que encendió el pebetero con el fuego sagrado de los dioses. Seguramente recuerden qué le pasó a Vanderlei de Lima en los Juegos de Atenas, en 2004: encabezaba la prueba de maratón a falta de seis kilómetros cuando un exsacerdote irlandés, quizás borracho, se saltó los controles de seguridad, irrumpió en la calle por la que transcurría el maratón y se echó encima de Vanderlei para que no siguiera corriendo. Vanderlei fue sobrepasado por dos corredores antes de poder continuar su maratón.
Sin embargo, cuando entró en el estadio asombró al mundo: todos esperábamos ver a un hombre abatido por la desgracia de ser víctima del loco que minutos antes le había arrebatado lo que seguramente era el sueño que había estado labrando durante toda su vida, ser campeón olímpico de maratón, pero lo que vimos fue a un hombre dichoso, como si nada le hubiera pasado seis kilómetros atrás: iba regalando besos al público y haciendo con las manos el contorno de un corazón mientras se acercaba a la meta. Y en el podio recibió la medalla de bronce emocionado y con una sonrisa que transmitía felicidad. Días después, cuando se le preguntó a Vanderlei de Lima cómo fue capaz de sobreponerse al ataque de aquel demente, dijo que porque para él su medalla de bronce, y cualquier puesto en el que hubiera llegado, siempre tendría el mismo significado que el oro.
Comprenderán que esta historia no me deja elección y que desde que el pebetero arde con el fuego que le prendió Vanderlei de Lima, mi ánimo está instalado en Río de Janeiro aunque yo siga en Badajoz. Y de allí no se va a mover mientras duren los Juegos porque no hay mejor sitio en el que pueda estar: a 8.000 kilómetros de España y cobijado bajo la generosa fortaleza de un hombre que ha demostrado con creces ser capaz de sacarle a la realidad, aunque la tuerza un injustísimo infortunio como el que sufrió, hasta la última gota de provecho.
Y es que necesito, como español que soy, ver a mi alrededor un espíritu que encuentra solución a la adversidad. Necesito huir de esta nómina de personajes públicos que llevan meses emborricados en nuestra vida política y que hasta ahora lo único que han demostrado es que el Poder causa en ellos el mismo influjo obsesivo que en Gollum el Anillo que quería arrebatarle a Frodo Bolsón (¡“mi tesoro, mi tesoro!”).
Veo a Rajoy exigiéndole a los demás que le apoyen a mantenerse en el poder (su tesoro) con el único argumento de que es capaz de decir más lugares comunes que nadie en menos tiempo; y veo a Rivera y a Sánchez mostrando esa palmaria incapacidad para hacer valer el tesoro que esconde su posición en el medallero electoral y me dan ganas de pedirle a los dioses del Olimpo que convenzan a Vanderlei de Lima para que se sacrifique, venga a España y les muestre cómo hacerle frente a la adversidad y sacar de ella hasta la última gota de provecho.