La portada del diario ‘La razón’ de ayer lunes anunciaba un reportaje sobre las elecciones de hoy en los Estados Unidos y de cómo la disputa por el voto entre Donald Trump y Hillary Clinton ha dividido a la sociedad de ese país. El periódico ponía cara y voz a un votante de cada uno de ellos. Una mujer negra decía que votaría a Clinton porque “está más cualificada para el cargo y Trump está loco”. Y un hombre blanco aseguraba que votaría a Trump porque “dice lo que los americanos opinamos cuando estamos en casa”.
Me parecen muy oportunas las frases de ambos votantes que ese periódico eligió para su portada porque resumen el núcleo del mensaje que ha defendido cada uno de los candidatos a lo largo de la campaña electoral y también porque representan los dos extremos de uno de esos dilemas que afectan a la política: ¿qué es preferible, elegir a los que consideramos mejores porque están más capacitados para encontrar soluciones a los complejos problemas de nuestra vida común, o elegir a los que son lo más parecido a cualquiera de nosotros porque tendrán nuestra misma sensibilidad y estarán en mejor posición para resolver los problemas de acuerdo a nuestros intereses? En ese dilema, los votantes de Clinton representarían a quienes entienden que hay que votar a los más preparados, mientras que los de Trump representarían a quienes defienden que hay que votar a los que sean lo más parecidos a nosotros, las personas corrientes, si bien es difícil imaginar que haya muchas personas ‘tan corrientes’ en Estados Unidos y en cualquier parte que crean, como ha defendido hasta la náusea el candidato republicano, que la mejor solución contra la inmigración ilegal es construir un muro en la frontera con México o que el terrorismo islámico se erradica impidiendo la entrada de los musulmanes a los Estados Unidos.
Digo esto porque uno de los riesgos más preocupantes que están acechando a la política es el de que arraigue la idea de que su ejercicio es, en el fondo, muy simple. Aun estando de acuerdo en que el epítome de la simplificación es Donald Trump y que afortunadamente no tenemos en España uno como él, por estos pagos también contamos con ilustrativas propuestas de soluciones simples a problemas que no lo son. Uno de ellos es el ‘no es no’ de Pedro Sánchez; otro, el irresponsable tancredismo de Rajoy con respecto a Cataluña, que nuestro flamante presidente calificaría, con ese candor que despliega y para remachar la simpleza, como “de sentido común”.
Pero no es sólo preocupante la simpatía que empiezan a despertar las propuestas de soluciones simples a asuntos complejos, sino que de un tiempo acá hay ciudadanos que atribuyen a las soluciones menos reflexivas –es decir, “lo que opinamos cuando estamos en casa”–, una suerte de superioridad moral frente a las tomadas con cautela y con reservas, de modo que las decisiones terminantes que el mundo necesita sólo estarían al alcance de políticos limpios, de los que no tienen intereses inconfesables y nada que temer por cortar por lo sano.
Esos ciudadanos, adictos a lo simple que están por todas partes, son los alevines de Trump, la herencia que deja aunque hoy –ojalá—pierda.