A mi padre le gustaba gastarme bromas. Una de ellas parecía imposible de creer incluso en el momento en que me la hizo, cuando yo tendría 8 o 9 años. Fue una de las primeras veces que, desde Higuera de Vargas, mi pueblo, vinimos a Badajoz en el Renault 4 mi hermano Manolo, mi padre y yo. Por aquel entonces apenas había semáforos en la ciudad y los guardias urbanos –eran de los que tenían un casco blanco que parecía un salacot y unos abrigos abrochados hasta el cuello–, dirigían el tráfico en los cruces y desviaban los coches a un lado y a otro haciendo indicaciones enérgicas con las manos metidas en guantes, también blancos y como de hule, que les llegaban casi hasta los codos. Unas veces a la derecha, otras a la izquierda. Y otras más nos daban paso para que continuáramos adelante. La resolución de aquellos hombres me llamaba tanto la atención que le pregunté a mi padre cómo sabían los guardias hacia dónde nos dirigíamos. Él improvisó una respuesta mucho mejor que la pregunta: “porque esta mañana, antes de salir de casa, he llamado por teléfono al cuartel de los guardias urbanos y les he dicho que vendríamos a Badajoz para ir a la Plaza de la Soledad y cada guardia, al ver la matrícula de nuestro coche, sabe a dónde vamos y nos manda por la calle que corresponde”.
Hasta mucho tiempo más tarde, cuando el asunto de los guardias salió a relucir de nuevo, no formaron en mi casa un jolgorio a costa de mi inocencia y me hicieron caer en la cuenta (¡¡aaayyy, cabeza de chorlito!!) de que los coches tienen intermitentes para indicar a los guardias la dirección hacia la que van sin que haya que informarles antes de salir de casa.
No me molestó que mi padre me hubiera tomado el pelo en aquella ocasión en que fuimos él, mi hermano y yo a la Plaza de la Soledad. Al contrario: la asombrosa capacidad de los guardias urbanos de Badajoz de saber por dónde tendría que ir cada coche para llegar a su destino –que yo creí a pies juntos; no me dirán que no era lo suficientemente fantástica como para merecer la pena creerla– fue una prueba más de que aquel viaje estaba consagrado a recordarlo así me muera con cien años. Porque todo lo que hicieron los guardias en aquel viaje fue llevarnos hasta Deportes García-Hierro, donde mi padre nos compró a mi hermano y a mí nuestras primeras botas de tacos. Eran un quiero y no puedo: unas botas de lona negras –las de cuero eran muy caras– con una suela con tacos de goma que mi hermano y yo nos estuvimos probando un rato largo, haciéndonos los interesantes mientras un dependiente se agachaba para ajustárnoslas y para preguntarnos qué tal estábamos con ellas.
El fútbol nos ha dado momentos maravillosos. Uno de esos fue en esa tienda de la Plaza de la Soledad que siempre olió a guarnicionería y de donde mi hermano y yo salimos con la caja de nuestras primeras botas bajo el brazo y con una dicha que hasta hoy, 50 años después, estaba lozana como si hubiera permanecido conservada en ámbar. Pero ha bastado que el lunes pasado este periódico informara de que Deportes García-Hierro cierra para siempre para que empiece a marchitarse. Y yo a envejecer.