Un titular en la página 3 de la edición del sábado de este periódico me llamó la atención: “Educación rebaja a 145 las plazas de las oposiciones para paliar ‘el efecto llamada’”. Según la información, la primera intención de la Junta era sacar a oposición el año que viene 335 plazas de Secundaria, pero finalmente saldrán 190 menos porque es el número de plazas de las especialidades sobre las que también habrá oposiciones en 2017 en otras comunidades. El resto de plazas inicialmente previstas se acumularán a las que fueran a salir a oposición en 2018. Esta decisión se toma para que quienes se presenten en Extremadura no tengan la competencia –o tengan menos– de opositores no extremeños.
La decisión de reducir plazas de Secundaria que saldrán a oposición en 2017 obtuvo el apoyo de 4 de los 5 sindicatos con representación en el sector de la Enseñanza –CC OO se opuso, pero por no estar de acuerdo en la distribución de plazas por especialidades—, así como la satisfacción de la consejera de Educación, Esther Gutiérrez, quien dijo que la propuesta “responde al interés general y se basa en consolidar el empleo docente”.
Siempre me ha parecido una incongruencia que la Junta de Extremadura –-y el resto de gobiernos autonómicos— se preocupe tanto por evitar ‘el efecto llamada’ a las oposiciones de profesores. Porque cada vez que lo hace le clava un rejón a la enseñanza, de cuya mejora se proclama tan interesada. Es fácil de entender: si evitamos ‘el efecto llamada’ estamos limitando la adjudicación de plazas a los opositores extremeños, por lo que el sistema educativo de nuestra región estará perdiendo la oportunidad de que esas plazas las ocupen, en lugar de los mejores opositores extremeños, los mejores opositores de España, los cuales serán –no todos, pero sí algunos por mera estadística–, mejores que los extremeños.
Lo que quiero decir es que el interés general del que habla la consejera lo veo justo al revés de como lo interpretan ella y los sindicatos, porque la mejora de la enseñanza extremeña –ese es el interés general; no el particular de los opositores– vendría no por evitar el ‘efecto llamada’, sino por lo contrario: por buscarlo.
Nuestros políticos tienen a gala no estar contaminados por el virus del nacionalismo, e incluso miran por encima del hombro a catalanes y vascos, a los que consideran, y con razón, presos de la visión aldeana consustancial a su ideología. Sin embargo, no logro ver otra cosa que un ramalazo de nacionalismo empobrecedor –y de falta de coraje político– en la actitud de nuestras autoridades ante las oposiciones en la enseñanza. Claro que a nadie importa. Ni siquiera a las asociaciones de padres de alumnos, cuyo elocuente silencio es quizás lo más preocupante. No he tenido la suerte de oírles decir ni mu nunca en este asunto, a pesar de que si cualquier niño lo preguntara pondría en un aprieto al padre que intentara explicarle –sin apelar a argumentos que nada tienen que ver con su educación– por qué es mejor un profesor de Matemáticas o Biología de Cáceres o Badajoz que de Málaga, Soria o Zaragoza.