Hace unos días leí en el diario ‘El País’ que el gobierno conservador de Finlandia estudiaba aprobar una renta universal para cada finlandés. La razón era que la creciente e imparable incorporación de la inteligencia artificial al proceso productivo y la consiguiente mecanización en la producción de bienes y servicios iba a tener dramáticas consecuencias en el trabajo. Habida cuenta de que cualquier finlandés está expuesto a ese peligro, la renta universal que estudian quería decir eso, renta para todos (se entiende, no obstante, que para todos los mayores de edad), con independencia de cualquier circunstancia y de sus recursos económicos: una renta por el hecho de vivir. La medida la ha implantado a modo de experimento en 2.000 personas seleccionadas aleatoriamente de entre las que habían cobrado el paro en los últimos meses y a las que desde este mes de enero y hasta diciembre del 2018 se les iba a dar 560 euros al mes libres de impuestos. Con ello, el gobierno finlandés –vuelvo a decirlo: de ideología conservadora; para entendernos, correligionarios del PP— quiere analizar cómo emplean los beneficiarios esa renta inesperada que les ha caído del cielo –que en Finlandia, por lo que se ve, lo tienen tan cerca de sus cabezas que es el Estado– para luego, si la experiencia es positiva, trasladarla al conjunto de los ciudadanos.
Lo que más me sorprendió de la información no era el hecho en sí de que Finlandia estuviera estudiando dar una renta a sus ciudadanos (medidas similares están estudiando otros países) sino que ninguno de los funcionarios que estaba trabajando en esa idea diese por hecho que la reacción de los beneficiarios que participan de ese experimento fuese la que podría tener mucha gente en España –triunfarse los 560 euros y, si es posible, no trabajar más o seguir trampeando haciendo chapuzas,–, sino que serían una oportunidad para emprender nuevos negocios y probar con nuevas ideas. Y precisamente para que fuera así, una de las condiciones que consideran necesarias, además de la subida de impuestos a las empresas y a los más ricos, es que, previamente a su implantación, debían subir los salarios significativamente, de modo que la renta universal no represente más que un complemento, algo así como la guinda en el pastel.
La noticia rompía mis esquemas no sólo porque la renta universal sea un asunto que aquí ni podemos soñar –ya ven la dificultad que hay para desarrollar una renta básica que alcance a las personas que objetivamente la necesitan, cuanto más una renta para todos—, sino porque es preciso mucha confianza entre el Estado y sus ciudadanos para adoptarla. Ahí, justo en ese punto de la confianza, es donde veo la distancia entre Finlandia y los finlandeses y España y los españoles, porque aquí la desconfianza de los ciudadanos hacia el Estado y del Estado hacia los ciudadanos es nuestro modo de vivir. Establecerla –no restablecerla, porque nunca la hemos tenido— podría ser un magnífico propósito, y de beneficios históricos, para este año que comienza.