Es cierto, el viajero que desde su tierra haya llegado en los últimos tiempos a nuestra Región habrá sentido una sensación de desaliento que tal vez no le resulte nueva y le recuerde que allí de donde viene también la sufre. Sin embargo, si ha permanecido tiempo entre nosotros –mucho más si ha echado raíces y se ha quedado a vivir– pronto se habrá visto sorprendido por un decaimiento del ánimo cuyos síntomas son propios de nuestra Región, porque se habrá abatido sobre él sin previo aviso, y porque tal vez sólo lo habrá podido comprender si compara lo que le ha sucedido a su espíritu con la fatiga de otro viajero que atraviese desorientado y sin apenas víveres un desierto que parezca interminable.
Los ojos del viajero que desde su tierra haya llegado en los últimos tiempos a nuestra Región le habrán abocado irremediablemente al desconsuelo: habrán visto un panorama áspero, como si todo el desierto que se encontró ante sí fuera una llanura sin encanto, la extensión indómita de un mar de yeso.
Pero también es cierto que al viajero que desde su tierra haya llegado en los últimos tiempos a nuestra Región le han salido a su paso incansablemente noticias que han pretendido conducirle a pensar que nada de lo que estuviera observando era verdad. Se habrá visto rodeado por un ruido aturdidor como el de una lluvia que no escampa desplomándose sobre un techo de hojalata, como un telégrafo que trabajara sin respiro en la construcción de un edificio de palabras hueras escritas a golpe de tambor. Y todo para crearle al viajero la humana tentación de que se cobije en él para descansar de tanta intemperie. Muchos han estado trabajando para persuadirlo de que puede vivir ahí, en esa cuna mecida con sus cuentos, bajo la condición indefinida de huésped, y en la que no ha habido día en que le haya faltado el producto del laboratorio que crea incesante una realidad feliz.
Y así, el viajero que desde su tierra haya llegado en los últimos tiempos a nuestra Región habrá estado condenado a vivir entre las cosas crudas que le han mostrado sus ojos, y la salmodia de quienes le han estado atosigando sin sosiego para que abandone su juicio a su dictado; para que se les deje manejar su capacidad de ver y juzgar lo que ve; para que se la entregue a ellos con la promesa de que la mantendrán en un permanente deslumbramiento ilusorio.
Sólo la memoria habrá salvado al viajero de caer en el estupor por no ser incapaz de distinguir qué Región es la verdadera: si la que ve, siente, vive y comparte con sus habitantes o aquella otra que ha surgido desbocada de la industria de la invención. Ya lo dijo Juan Benet: la memoria es un dedo tembloroso. Recorre sin prisa y en silencio el mapa de lo que hemos llegado a ser. Avisa de las llanuras sin encanto y ayuda al viajero a superar el desaliento que supone atravesar desiertos interminables como un mar de yeso.
Y ventea la impostura como un perdiguero.
La memoria. El último domingo volvió a nuestra Región y levantó su dedo tembloroso.